domingo, 2 de enero de 2011

Rudolf Rocker: El socialismo como anti-absolutismo (y II)

Por Ángel J. Cappelletti
El medio y la época en que Rocker vivió lo llevaron a plantearse, como problema central del socialismo, las relaciones entre éste y las concepciones absolutistas del Estado.

Formado en los años culminantes del imperialismo alemán, presenció desde su primera militancia en la socialdemocracia, el espíritu autoritario, la burocracia creciente y la paulatina claudicación de los ideales internacionalistas que reinaban en sus filas y que culminaron en el apoyo mayoritario y masivo a la política belicista del Kaiser en 1914.

La gran esperanza puesta por el movimiento obrero mundial en la Revolución Rusa se frustró pronto con Stalin y ya, para Rocker y la mayoría de los anarquistas, con Lenin. La revolución proletaria daba lugar a una estructura política precursora, en la práctica, de las concepciones fascistas y nacionalsocialistas del Estado.

Por otra parte, le tocó a Rocker vivir el ascenso tan vertiginoso como absurdo del nazismo y la inoperancia (para otros inexplicable) del colosal Partido Socialdemócrata Alemán ante la brutalidad insolente de Hitler y su camarilla. Para Rocker, el socialismo no es —no debe ser— sino el complemento y la continuación natural en lo socio-económico de lo que es el liberalismo en lo político-cultural.

Oponiéndose frontalmente a la interpretación marxista, que vincula el liberalismo con la libre empresa y con la Escuela manchesteriana, considera, por el contrario, que el capitalismo no es sino la concreción económica del espíritu absolutista, al cual el liberalismo se opone. Si éste llega a ser, pues, enteramente autoconsecuente, no podrá dejar de ser anticapitalista y, por tanto, socialista.

Sin embargo, la mayoría de los socialistas no han comprendido esto así y en su lucha contra la tiranía del Capital han sucumbido a la tentación de oponerle una nueva forma de tiranía, esto es, de absolutismo.

A este hecho debe atribuirse, para Rocker, el fracaso de las tentativas por edificar una sociedad verdaderamente socialista: el absolutismo (hoy diríamos mejor: el totalitarismo) puede producir un capitalismo de Estado, que abolirá la propiedad privada sin dejar por eso de hallarse en las antípodas del socialismo. «El socialismo moderno no es, en el fondo, sino la continuación natural de las grandes corrientes liberales de los siglos XVII y XVIII. Fue el liberalismo el que asestó el primer golpe mortal al sistema absolutista de los príncipes, abriendo, al mismo tiempo, nuevos cauces para la vida social. Sus representantes intelectuales, que vieron en la máxima libertad personal la palanca de toda reforma cultural, reduciendo la actividad del Estado a los más estrechos límites, abrieron perspectivas completamente nuevas en cuanto al desarrollo futuro de la humanidad, desarrollo que, forzosamente, hubiera llevado a la superación de toda tendencia absolutista, así como a una organización nacional en la administración de los bienes sociales, si sus concepciones sobre la economía hubieran avanzado al mismo paso que su conocimiento de lo político y social. Mas, desgraciadamente, éste no fue el caso».


Hubo, ciertamente —añade Rocker—, hombres, como Godwin, Owen, Thompson, Proudhon, Pi y Margall, Pisacane, Bakunin, Guillaume, De Paepe, Reclus, Kropotkin, Malatesta y otros, que tendieron el socialismo como la conclusión económica de las premisas políticas del liberalismo. Para éstos, no se trataba de oponer el socialismo al liberalismo, sino de hacer que éste llegara a ser «él mismo» por medio de aquél.

La mayoría no siguió, sin embargo, este camino. Reafirmó la antigua fe en la omnipotencia del Estado y sus ideólogos tomaron prestadas muchas veces sus armas «del arsenal del absolutismo, sin que este fenómeno haya sido ni tan sólo advertido por la mayoría de ellos».

En ciertos casos, la vertiente ideológica por la cual las concepciones absolutistas llegaban al socialismo, era la filosofía de Hegel, con su concepción del Estado. El ejemplo más típico de esta «estatolatría» la constituye el fundador de la socialdemocracia alemana, el duelista aristocratizante Lasalle, que aspiraba a ser «el rey de los obreros».

En otros casos, fue el jacobinismo, con su centralismo sanguinario. Babeuf y Blanqui, por ejemplo, no podían concebir el tránsito al socialismo sino bajo la forma de una dictadura de la élite revolucionaria.

Otros socialistas, en fin cayeron en ilusiones más burdas y acabaron creyendo en una teocracia social o concibieron la esperanza de un líder providencial (una especie de «Napoleón socialista»).

En cuanto a Marx, su teoría de la dictadura del proletariado deriva de su concepción de la «misión histórica» de éste, destinado a convertirse en el «sepulturero de la burguesía». Rocker critica, en primer término, el concepto mismo que Marx tiene de las clases: «La palabra clase no constituye, en el mejor de los casos, sino un concepto de clasificación social, concepto que puede no ser válido en determinadas circunstancias, pero ni Marx ni nadie ha sido capaz, hasta hoy día, de trazar un límite fijo para ese concepto, dándole una definición exacta. Sucede con las clases lo que con las razas: nunca se sabe dónde termina una y dónde empieza la otra».

En segundo lugar, constituye, para Rocker, un grave error el atribuir determinadas tareas históricas a una clase, convirtiéndola así en representante de una ideología.

Prescindiendo en absoluto de la dialéctica y ateniéndose a la más directa experiencia histórica, hace notar Rocker, que «el mero hecho de que casi todos los grandes vanguardistas de la idea socialista hayan salido no del proletariado, sino de las llamadas clases dominantes, debería darnos que pensar». Por otra parte —agrega—, por más que los marxistas insistan en que el fascismo no es sino un movimiento de la clase media, ello no altera el hecho de que los casi catorce millones de votos que obtuvo Hitler provinieran en gran parte del proletariado.

Pero Rocker va todavía más al fondo, en su ataque a la teoría de la misión histórica del proletariado: la base de la misma, que es el determinismo económico, y que supone «la necesidad interna de un proceso natural, que se desarrolla independientemente de la volición humana», no pasa, para él, de ser una especulación o una mera creencia.


El error fundamental del materialismo histórico consiste, para Rocker, en equiparar las causas de los acontecimientos sociales a las de los hechos físicos: «La ciencia se ocupa exclusivamente de los fenómenos que se operan en el gran cuadro que llamamos naturaleza y están, en consecuencia, ligados al tiempo y al espacio, siendo accesibles a los cálculos del intelecto humano, pues el reino de la naturaleza es el mundo de las conexiones internas y de las necesidades mecánicas, en el que todo suceso se desarrolla de acuerdo con las leyes de causa y efecto. En ese mundo no hay ninguna casualidad, cualquier arbitrariedad es inconcebible. Por esta razón cuenta la ciencia sólo con hechos estrictos; un sólo hecho que contradiga las experiencias hechas hasta aquí, que no se deje integrar en la teoría, puede convertir en ruinas el edificio más ingenioso... Fue precisamente esa regularidad férrea en la inmutabilidad eterna del proceso cósmico y físico la que llevó a algunas cabezas ingeniosas la idea de que los acontecimientos de la vida social humana están sometidos a las mismas necesidades férreas del proceso natural y que, en consecuencia, se pueden calcular e interpretar de acuerdo con métodos científicos. La mayor parte de las interpretaciones históricas se basan en esa noción errónea que sólo pudo anidar en el cerebro de los hombres porque colocaron en un mismo plano las leyes de la existencia y las finalidades que están en la base de todo acontecimiento social; en otras palabras, porque confundieron las necesidades mecánicas del desarrollo natural con las intenciones y los propósitos de los hombres, que han de valorarse simplemente como resultados de sus pensamientos y de su voluntad».

Alejándose inclusive del determinismo naturalista de su admirado amigo Kropotkin, aunque coincidiendo con su no menos estimado Malatesta, agrega con palabras que de algún modo parecerían traducir influencias del pensamiento neokantiano, tan en boga en los años de la juventud de Rocker en Alemania: «No negamos que también en la Historia hay relaciones internas que se pueden atribuir, como en la naturaleza, a causa y efecto; pero se trata, en los procesos sociales, siempre de una causalidad de fines humanos, y en la naturaleza siempre de una causalidad de necesidades físicas. Estas últimas se desarrollan sin nuestro asentimiento; las primeras no son más que manifestaciones de nuestra voluntad. Las nociones religiosas, los conceptos éticos, las costumbres, los hábitos, las tradiciones; las concepciones jurídicas, las formaciones políticas, las condiciones previas de la propiedad, las formas de producción, etc., no son condiciones necesarias de nuestra existencia física, sino, simplemente, resultados de nuestras finalidades preconcebidas. Pero toda finalidad humana preestablecida es una cuestión de fe, y ésta escapa al cálculo científico. En el reino de los hechos físicos sólo rige el debe ocurrir; en el reino de la fe, de la creencia, existe sólo la probabilidad: puede ser, pero no es forzoso que ocurra». Y poco más adelante, añade: «La existencia del planeta Neptuno ha sido calculada de esa manera antes que el ojo humano lo haya visto. Pero semejante previsión es sólo posible cuando se trata de acontecimientos de carácter físico. Para el cálculo de motivos y propósitos humanos no hay ninguna medida exacta, porque no son accesibles de ninguna manera, al cálculo. Es imposible calcular y predecir el destino de pueblos, razas, naciones y otras agrupaciones; ni siquiera nos es dado encontrar una explicación completa de todo lo acontecido. La Historia no es otra cosa que el gran dominio de los propósitos humanos; por eso toda interpretación histórica es sólo una cuestión de creencia, lo que, en el mejor de los casos, puede basarse en probabilidades, pero nunca tiene de su parte la seguridad inconmovible».

Pero, además de estas objeciones epistemológicas, lo que Rocker niega principalmente al materialismo histórico son sus consecuencias morales: «La creencia en un desarrollo mecánico de todo acontecer histórico sobre la base de un proceso inevitable, que tiene su fundamento en la naturaleza de las cosas, es lo que más daño ha hecho al socialismo, pues destruye todas las premisas éticas, imprescindibles precisamente para la idea socialista. El absolutismo de la idea conduce, en ciertas circunstancias históricas, a un absolutismo de la acción. La historia más reciente ilustra ese hecho con los más impresionantes ejemplos».

De hecho, el mecanicismo y el fatalismo histórico que Rocker atribuye a la interpretación marxista de la sociedad, han tenido un efecto paralizador sobre la génesis y desarrollo de la idea socialista, aunque Marx (que en esto se diferencia de Lasalle) pensase que el desarrollo de los hechos económicos conduciría a una superación del Estado.

Rocker cita inclusive las palabras del Manifiesto Comunista de Marx, donde éste reconoce que el gobierno o la fuerza política es la fuerza organizada de una clase para oprimir a otra, y el párrafo del violento libelo antibakuninista titulado L'Alliance de la Démocratie Socialiste et l´Associatión Internationale des Travailleurs, donde se repiten las palabras contenidas en Les pretendus scissions dans l'Internationale: «Todos los socialistas entienden por anarquía esto: una vez alcanzada la meta del movimiento proletario, es decir, la supresión de las clases, desaparecerá el poder del Estado, que sirve para mantener a la gran mayoría productora bajo el yugo de una minoría explotadora y las funciones de gobierno se convertirán en simples funciones administrativas.»

Desde este punto de vista, Marx seguía bajo la influencia de Proudhon, ya que, para él, la meta era la supresión del Estado. Pero su oposición a Bakunin en el seno de la Internacional se debió a que difería de éste en cuanto a los medios para lograr tal supresión. Mientras para el revolucionario ruso sólo se podía llegar a ello suprimiendo el Estado junto con la explotación económica, el alemán pretendía utilizar al Estado, bajo la forma de dictadura del proletariado, para acabar con el capitalismo y establecer una sociedad sin clases.

Para Rocker, la historia contemporánea ha decidido ya esta controversia: «El experimento del bolchevismo en Rusia ha demostrado claramente que por medio de la dictadura se puede llegar al capitalismo de Estado, pero nunca al socialismo. También una sociedad sin propiedad privada puede esclavizar a un pueblo. La dictadura puede suprimir una vieja clase, pero siempre se verá obligada a acudir a una casta gobernante formada por sus propios partidarios, otorgándoles privilegios que el pueblo no posee. La dictadura como «movimiento de liberación» es impulsada por lógica de las circunstancias a ser un instrumento de opresión, sustituyendo cualquier forma antigua de esclavitud por otra nueva. También la llamada «dictadura del proletariado» no es, en realidad, sino una dictadura sobre el proletariado, incluso si es imaginada tan sólo como provisional, como período de transición. Porque «todo gobierno provisional muestra la tendencia a convertirse en permanente», como predijo Proudhon, con su profunda comprensión de los fenómenos».

Rocker, por otra parte, al atacar la «distinción artificial entre los socialistas titulados utópicos y el so cialismo científico de los marxistas, diferencia que existe sólo en la imaginación de estos últimos», cuestiona seriamente la misma originalidad de Marx y Engels.


Basándose especialmente en los trabajos de Varlaam Cherkezov (Pages d'Histoire socialiste; les précurseurs de l'Internationale), sostiene que el Manifiesto comunista, al que los marxistas consideran «como una de las primeras obras del socialismo científico», no constituye sino una traducción libre del Manifiesto de la democracia, de Víctor Considerant, discípulo de Charles Fourier, y, por consiguiente, socialista «utópico». Proudhon, a quien Marx no dejó de denigrar como representante del socialismo «burgués», cuya obra carece de todo valor científico, fue en realidad, según Rocker, el que lo convirtió al socialismo.

El poderoso influjo que Proudhon ejerció sobre Marx puede advertirse especialmente en La Sagrada Familia, donde éste reconoce a aquél todo cuanto los marxistas han atribuido más tarde a su maestro: dice, en efecto, que ¿Qué es la propiedad? constituye el primer análisis científico de la propiedad privada y que, gracias a este opúsculo, la economía política pudo llegar a ser una verdadera ciencia. Además —hace notar Rocker, aludiendo al calificativo de «socialista burgués», que Marx aplicara a Proudhon— también pueden leerse en La Sagrada Familia estas palabras: «Proudhon no solamente escribe en favor de los proletarios, sino que él es también un proletario, un obrero; su obra es un manifiesto científico del proletariado francés». La influencia que las ideas proudhonianas ejercieron sobre Marx puede verse, por ejemplo, en un artículo publicado por éste en el número 63 de «Vorwaerts», donde realiza una interpretación esencialmente anarquista de la naturaleza del Estado.

En julio de 1870, Marx escribía a Engels que el triunfo de Prusia sobre Francia tendría como resultado la centralización del poder estatal y, con él, del movimiento obrero, y el triunfo del marxismo sobre el proudhonismo. Y, en efecto, Marx tenía razón —observa Rocker—, ya que la victoria alemana sobre Francia señaló un nuevo camino al movimiento obrero europeo: «El socialismo revolucionario y liberal de los países latinos fue hecho a un lado, dejando el campo a las teorías estatales y anti-anarquistas del marxismo. La evolución de aquel socialismo vivificante y creador se vio turbada por el nuevo dogmatismo férreo que pretendía poseer un pleno conocimiento de la realidad social, cuando era apenas un conjunto de fraseologías teológicas y de sofismas fatalistas, y resultó ser luego el sepulcro de todo verdadero pensamiento socialista». En lugar de los grupos revolucionarios de propaganda y organización económica, donde podían verse las simientes de la sociedad futura y los órganos adecuados para la socialización de los medios de producción e intercambio, empezó la época de los partidos socialistas y del parlamentarismo proletario. Más tarde, también en nombre del marxismo, Lenin atacó el parlamentarismo y la democracia: por medio de una serie de citas bien arregladas intentó demostrar que los fundadores del socialismo científico fueron enemigos de la democracia. Pero Lenin —explica Rocker— hizo este descubrimiento recién cuando en las elecciones de la Asamblea Constituyente (1918) su partido quedaba en minoría. Ello le permitió disolver la Asamblea. Por una parte, Lenin hacía concesiones a las tendencias antiestatales de los anarquistas; por otra, se veía obligado a demostrar que su actitud no era anarquista, sino legítimamente marxista: de ahí que su libro El Estado y la Revolución contenga una serie de contradicciones. Más aún, Lenin debería recordar, continúa Rocker «que fueron precisamente Marx y Engels quienes trataron de obligar a las organizaciones de la vieja Internacional a desarrollar una acción parlamentaria, haciéndose, de este modo, responsables del empantanamiento colectivo del movimiento obrero socialista en el parlamentarismo burgués». En efecto, en la conferencia de Londres de 1871 se resolvió, bajo la inspiración directa de Marx y Engels, que cada sección debía organizar un partido político proletario en oposición a los partidos de las clases dominantes y mantener las luchas de la clase obrera indisolublemente vinculadas a la actividad política.

Durante el año 1921, en un momento crucial para la Revolución rusa, escribió Rocker una serie de trabajos reunidos y traducidos en Buenos Aires en 1922 bajo el título de Bolcheviquismo y anarquismo. Mientras anarquistas y sindicalistas, aun sin estar de acuerdo con todo lo que hacía el gobierno bolchevique, defendieron al principio celosamente la revolución contra los ataques contrarrevolucionarios, los bolcheviques mismos respondieron con ciega saña a todos los que, en el campo socialista, no comulgaba enteramente con sus ideas. Pero —dice Rocker— los tiempos han cambiado: los 21 puntos de Lenin, el intento de la Tercera Internacional para imponer sus ideas a todo el movimiento obrero mundial, la guerra abierta que Lenin declaró a los anarquistas en el X Congreso del Partido Comunista y la persecución desatada contra aquéllos en toda Rusia, «son acontecimientos de tal importancia que han creado, de una vez por todas, una situación perfectamente clara y están exigiendo una definida y resuelta actitud. Tomar una actitud en esta cuestión significa también tomar una actitud frente al Socialismo de Estado».

Muchos viajeros de Occidente (algunos después de una permanencia de pocos días) cantaron loas al régimen bolchevique en los primeros tiempos. Hoy —dice Rocker— las cosas han cambiado y son muchos los fervientes partidarios que retornan desilusionados. Y no son las desastrosas circunstancias económicas, sino el clima de sofocante despotismo que reina en Rusia lo que los ha llevado a semejante cambio. «La represión brutal de todo pensamiento libre, la no aceptación de determinadas garantías para el amparo de la libertad personal, por lo menos dentro de ciertos límites, como ocurre en los Estados capitalistas, el despojo a la clase trabajadora de todo derecho que le permita emitir su propia opinión, como la libertad de reunión, la libertad de huelga, etc., el desarrollo de un sistema de espionaje y de policía peor que en los tiempos del zarismo, la corrupción de los «señores» comisarios y la rutina sin espíritu de una nueva jerarquía de subalternos que aniquiló hace tiempo ya aquella iniciativa vital del pueblo, todo esto e infinidad de otras cosas que ya no se pueden ocultar, como hasta ahora, abrió los ojos que estuvieron antes completamente hipnotizados».

La misma marcha atrás en el terreno económico no obedece a una nueva actitud más moderada de Lenin, sino a la férrea necesidad del sistema. Todo ello explica precisamente las persecuciones de que se hace objeto a anarquistas y anarcosindicalistas. Estos «son los únicos que están en oposición al "camino hacia la derecha" y, por tanto, hay que limpiarlos del paso, porque así lo exige la razón estatal».

Todas las medidas despóticas del gobierno bolchevique se justificaron en un momento dado por las circunstancias que atravesaba el naciente Estado socialista, acechado por feroces enemigos de adentro y afuera. Tal interpretación es comprensible, pero lo malo de ella consiste en que debilita la capacidad de análisis hasta anularla, de manera que el sujeto pierde poco a poco y sin advertirlo todo juicio propio y toda comprensión de la realidad.

«Por esta razón se aprobaba todo lo que venía de Rusia y aun cuando no encantaban sus atrocidades, se las encontraba necesarias para proseguir la Revolución. Y, finalmente, ni siquiera impresionaron ya a muchos la violación brutal de los más elementales derechos humanos, ni tampoco les llamó mayormente la atención el hecho de que esa opresión iba dirigida en contra de revolucionarios honestos, a quienes el socialismo era tan querido, por lo menos, como a los defensores del Estado bolchevique».

El ejemplo que aducen los defensores del gobierno bolchevique suele ser el de la Revolución francesa, pero la historia de esta Revolución desvirtúa por completo el pretendido paralelismo: aun en los momentos de peor peligro para la causa revolucionaria, cuando la insurrección de la Vendée, cuando la invasión de los ejércitos extranjeros, hubo una entera libertad de crítica, y hombres tan odiados por Robespierre, como los «izquierdistas» Roux, Varlet, Dolivier, etc., realizaban su propaganda oral y escrita y no escatimaban ataques al gobierno.

En Rusia los soviets pudieron haber desempeñado el papel que en Francia tuvieron las «secciones». Pero, en realidad, Lenin y los bolcheviques nunca fueron partidarios de los soviets, que consideraban como una institución anacrónica. Por eso, no perdieron ocasión de desvirtuar su funcionamiento, quitándoles todo poder efectivo y sometiéndolos al poder central. «El haberlo logrado —nos dice Rocker— es, a nuestro entender, toda la tragedia de la Revolución Rusa». Rocker detalla el comportamiento del gobierno bolchevique con los anarquistas: en los momentos difíciles requirieron su ayuda y obtuvieron de ellos la más heroica colaboración para la defensa de la revolución socialista; cuando se sintieron seguros en el poder, los encarcelaron, los desterraron o, directamente, los asesinaron. Llamaron sistemáticamente «contrarrevolucionarios» a quienes se negaban a trocar el socialismo por el capitalismo de Estado y a renunciar a la libertad creadora del pueblo en aras de una cuartelaria disciplina de partido. Al legendario guerrillero Majno se lo atacó «como el peor contrarrevolucionario, cooperador de Denikin y de Wrangel», aunque antes la misma prensa oficialista «lo presentaba como buen revolucionario y consocio de la República soviética». De la insurrección anarquista de los marinos de Kronstadt, que representaban la auténtica vanguardia de la Revolución, la propaganda bolchevique hizo «una conjuración de los “blancos” preparada con tiempo por los elementos contrarrevolucionarios del extranjero».

La filosofía social de Rocker debe ser entendida a la luz de las circunstancias históricas en que se desarrolló. Más cerca de Kropotkin que de Bakunin, y más cerca de Malatesta que de Kropotkin, encuentra una perenne fuente de inspiración en Proudhon y en los pensadores mutualistas. Toda ella está dirigida a mostrar que no es con y por el Estado que puede realizarse un auténtico socialismo, sino sin él y aun contra él. La crítica al burocratismo y el espíritu de estrecha disciplina castrense reinante en el viejo Partido Socialdemócrata Alemán constituye la primera etapa de esta lucha contra el autoritarismo y el estatismo dentro del movimiento socialista y proletario. La segunda está dada por la crítica valiente y aguda al anquilosamiento de la Revolución rusa, a su capitalismo de Estado, a su centralismo totalitario y a la negación radical de los «soviets» por parte del Estado «soviético». La tercera, en fin, la constituye otra vez su crítica a la socialdemocracia alemana en la medida en que ésta se muestra asombrosamente incapaz de oponer resistencia a la «peste parda» del nacional-socialismo.


La idea central del socialismo como un desarrollo del liberalismo que llega a sus últimas consecuencias lógicas e históricas resulta fundamentalmente acertada. Sus reproches a las reiteradas claudicaciones de los pensadores y militantes socialistas ante el absolutismo no son ciertamente arbitrarios. No debemos olvidar que el nazismo surgió con el nombre de «Partido Obrero Alemán» y que luego no dejó de llamarse nacionalsocialismo.

Tampoco podemos pasar por alto el hecho de que en el llamado «Tercer Mundo» el socialismo se ve frecuentemente unido a regímenes autoritarios, de partido único, de tendencia fuertemente estatizante y nacionalista, violadores sistemáticos de todas las libertades públicas y de todos los derechos humanos. Ni es posible callar las tergiversaciones de la idea socialista en la mente de los partidarios de regímenes básicamente fascistas, como el peronismo en Argentina.

Sólo cabría ponerle, pues, a Rocker algunos reparos o formularle algunas objeciones de detalle. Valgan como ejemplos:

A) Es verdad que pensadores como Babeuf, Blanqui y otros provenían ideológicamente del jacobinismo y estuvieron siempre bajo su influencia. No se puede negar, sin embargo, que en ellos, de un modo secundario y tal vez no muy coherente, se habían desarrollado también ciertos elementos libertarios.

B) Es verdad que el mecanicismo y el determinismo económico resultan paralizantes en la lucha revolucionaria, pero cabe, según lo han mostrado Rodolfo Mondolfo y Erich Fromm, entre otros, una interpretación diferente del pensamiento de Marx, como un humanismo realista, donde el hombre no deja de ser verdadero actor de la historia.

C) Es verdad que el socialismo debe ubicarse en la misma línea del liberalismo, como una continuación de éste, en cuanto se opone a la opresión del individuo por el Estado no menos que a la opresión económica, pero convendría subrayar el hecho de que cuando se habla de liberalismo no solamente desvinculamos este término de la economía de libre empresa y del capitalismo (cosa que ya hizo un liberal como Benedetto Croce), sino que entendemos precisamente que la meta económica del liberalismo es la negación radical del capitalismo, por lo cual el liberalismo se convierte en socialismo libertario o se niega a sí mismo en lo que tiene de ideológicamente válido y perenne, llegando a ser, como bien lo demuestran Pinochet y los militares brasileños, instrumento económico del Estado totalitario y fascista.

La teoría de la propiedad en Proudhon
y otros momentos del pensamiento anarquista
.
Ediciones La Piqueta, 1980.

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