martes, 12 de abril de 2011

Sobre palestinos e israelíes

El historiador marxista de origen judeo-polaco, cuyos familiares fueron asesinados durante el Holocausto nazi, Isaac Deutscher, unas semanas antes de morir en agosto de 1967, tuvo su última entrevista para la New Left Review en junio de ese año, poco después de la Guerra de los Seis Días. Como a él le gustaba definirse como un judio no judío, siempre mantuvo una actitud internacionalista, consideraba al sionismo como un tipo de nacionalismo opresor y colonialista entre los peores (uno de los primeros artífices de las «limpezas étnicas» del siglo XX). Pero aunque comprendiese el nacionalismo árabe, también era crítico con él, porque se guiaba más por las emociones que por la razón, además de la endémica ineptitud de sus dirigentes, ambos pueblos están condenados a tener que entenderse, a convivir: dos Estados son absurdos. He aquí un retazo de la entrevista:


¿Han tenido alguna vez los israelíes la oportunidad de establecer unas relaciones normales al menos tolerables con los árabes? Ésta es una pregunta fundamental. ¿Han tenido esa opción? ¿Hasta que punto no es la última guerra el resultado de una larga cadena de acontecimientos irreversibles?

Sí, la situación actual está hasta cierto punto determinada por cómo han sido las relaciones árabe-israelíes desde la Segunda Guerra Mundial, o incluso desde la Primera. A pesar de todo, yo creo que los israelíes tenían otras opciones. Permítame que le cuente una parábola con la que en una ocasión traté de ilustrar este problema ante un público israelí:

Un hombre saltó por la ventana del último piso de un edificio en llamas donde ya habían perecido varios miembros de su familia. Salvó la vida, pero cayó sobre una persona que estaba abajo y le rompió los brazos y las piernas. El hombre que saltó por la ventana no tenía otra opción; pero fue el causante de la desgracia del que se rompió las extremidades. Si ambos hubieran actuado racionalmente, no se habrían hecho enemigos. El que escapó del incendio, una vez repuesto, habría tratado de ayudar y consolar al de las extremidades rotas; y éste podría haberse dado cuenta de que era víctima de unas circunstancias que escapaban al control de ambos. Pero veamos lo que sucede cuando la gente se comporta irracionalmente. El hombre herido culpa al otro de su accidente y promete hacérselo pagar. El otro, temiendo la venganza del minusválido, le insulta y le pega cada vez que se encuentran. El que recibe los golpes jura vengarse, y de nuevo vuelve a ser golpeado. Esta encarnizada enemistad, que comenzó por puro capricho, se va recrudeciendo y llega a amargar a los dos hombres ya condicionar toda su existencia.

Luego les dije a mis oyentes israelíes: estoy seguro de que ustedes, los supervivientes de la comunidad judía europea, se reconocen en el hombre que saltó por la ventana de la casa incendiada. El otro personaje representa a los árabes palestinos que han perdido sus tierras y sus hogares, y que son más de un millón. Están resentidos; sólo pueden contemplar su tierra natal desde el otro lado de la frontera; les atacan a ustedes por sorpresa, juran tomar venganza. Ustedes les vapulean despiadadamente; han demostrado que saben hacerlo muy bien. Pero ¿qué sentido tiene todo esto? ¿Y a qué puede llevar?

La tragedia de los judíos europeos, Auschwitz, Majdanek y las masacres en los guetos son responsabilidad de nuestra «civilización» burguesa occidental, de la que el nazismo fue un hijo legítimo, aunque degenerado. Pero los árabes han tenido que pagar el precio de los crímenes cometidos por Occidente contra los judíos. Y siguen pagándolo porque, movido por la «conciencia de culpa», Occidente respalda a Israel y se pone en contra de los árabes. Por su parte, Israel se ha dejado sobornar y engañar muy fácilmente por el dinero con el que Occidente pretende lavar su conciencia.

Los israelíes y los árabes podían haber entablado una relación racional sí Israel lo hubiera intentado, sí el hombre que saltó desde la casa en llamas hubiese tratado de hacer amistad con la víctima inocente de su caída. Pero las cosas no han sucedido así. Israel ni siquiera ha reconocido que los árabes tienen motivos de queja. El sionismo se propuso desde sus inicios crear un Estado exclusivamente judío y no tuvo el menor reparo en echar del país a sus habitantes árabes. Ningún gobierno israelí ha realizado un intento serio de aliviar o remediar el problema de los árabes. Se niegan incluso a analizar la situación de la multitud de refugiados sí previamente los Estados árabes no reconocen el Estado de Israel, es decir, sí los árabes no se dan por vencidos en el terreno político antes de iniciar las negociaciones. Quizá esta actitud se pueda justificar como una táctica negociadora. Las relaciones árabe-israelíes empeoraron terriblemente a raíz de la guerra de Suez, en la que Israel actuó descaradamente como punta de lanza de los viejos imperialismos europeos en quiebra en su último bastión de Oriente Próximo, en su último intento de mantener el dominio sobre Egipto. Los israelíes no tenían por qué tomar partido por los accionistas de la Compañía del Canal de Suez. Los pros y los contras estaban claros; no había confusión posible con respecto a la bondad o maldad de cada bando. Los israelíes se alinearon con el bando de los malvados, moral y políticamente.

A primera vista, el conflicto árabe-israelí no es más que un enfrentamiento de dos nacionalismos rivales, atrapados ambos en el círculo vicioso de sus exageradas e hipócritas ambiciones. Desde la perspectiva del internacionalismo abstracto, sería muy fácil condenar a los dos por reaccionarios y despreciables. Pero esa perspectiva no tiene en cuenta las realidades sociales y políticas. El nacionalismo de los pueblos que habitan en países coloniales o semicoloniales y luchan por la independencia no es equiparable, ni moral ni políticamente, al nacionalismo de los conquistadores y los opresores. El primero tiene una justificación histórica y un aspecto progresista, y el segundo no. Es evidente que el nacionalismo árabe pertenece a la primera categoría y el israelí no.

Ahora bien, incluso el nacionalismo de los explotados y los oprimidos debe analizarse críticamente y tomando en consideración todas sus fases de desarrollo. En una fase son las aspiraciones progresistas las que prevalecen; en otra, afloran las tendencias reaccionarias. Desde el momento en que la independencia se consigue o está a punto de conseguirse, el nacionalismo tiende a desprenderse de su aspecto revolucionario y se convierte en una ideología retrógrada. Hemos visto cómo esto sucedía en India, Indonesia, Israel y, hasta cierto punto, en China. Por otro lado, todo nacionalismo tiene, incluso en su fase revolucionaria, una veta de irracionalidad, una tendencia a la exclusividad, al egoísmo nacional y al racismo. El nacionalismo árabe contiene todos estos ingredientes a pesar de sus méritos históricos y de su función progresista.

La crisis de junio ha puesto al descubierto algunas de las debilidades básicas del pensamiento y acción políticos de los árabes: la falta de estrategia política; la inclinación a la intoxicación emocional; y la dependencia excesiva de la demagogia nacionalista. Estas debilidades han tenido mucho peso en la derrota árabe. Algunos propagandistas de Egipto y de Jordania han cargado el acento sobre la amenaza de destruir Israel, o de exterminarla —amenazas hueras, como lo ha demostrado la absoluta ineficacia militar de los árabes—, y con ello tan sólo han conseguido alimentar el chovinismo israelí y permitir que el gobierno de Israel exaltara hasta el paroxismo los miedos y la agresividad del pueblo, lo cual inflama el odio contra los árabes.

La guerra es una prolongación de la política; esto es una verdad que no necesita demostración. Los seis días de guerra han probado la relativa inmadurez de los actuales regímenes árabes. Los israelíes no sólo deben su victoria al ataque preventivo que lanzaron, sino también a su organización económica, política y militar, más moderna que la de los árabes. La guerra ha servido para hacer el balance de una década de desarrollo árabe, a partir de la guerra de Suez, y ha revelado algunos de sus fallos. La modernización de las estructuras socioeconómicas de Egipto y de otros Estados árabes, así como del pensamiento político árabe, ha avanzado a un ritmo mucho más lento del que le atribuían quienes tienden a idealizar los regímenes árabes actuales.

El retraso está enraizado en las condiciones socioeconómicas, de eso no hay duda. Pero la ideología y los métodos de organización también contribuyen a fomentarlo. Estoy pensando en el sistema unipartidista, en el culto al nasserismo y en la imposibilidad de entablar debates libremente. Todo esto ha sido un serio obstáculo para la educación política de las masas y para el progreso del pensamiento socialista. Los resultados negativos se han hecho notar en diversos ámbitos. Cuando las grandes decisiones políticas quedan en manos de un líder más o menos autocrático, el pueblo no participa en los procesos políticos, no desarrolla una conciencia vigilante y activa, ni aprende a tomar iniciativas en los tiempos normales. Y todo ello tiene grandes repercusiones, incluso militares. El ataque israelí, en el que sólo se ha empleado un armamento convencional, no habría tenido unos efectos tan devastadores sí las fuerzas armadas egipcias hubieran adquirido la costumbre de confiar en la iniciativa individual de oficiales y soldados. Los comandantes de los regimientos locales habrían tomado unas precauciones defensivas básicas sin esperar a que se lo ordenasen. La ineficacia militar ha sido un reflejo de una debilidad socio política más amplia y profunda. Los métodos burocrático-militares del nasserismo también dificultan la integración del movimiento de liberación árabe. La demagogia nacionalista está a la orden del día, pero no puede sustituir al verdadero impulso en pro de la unidad nacional ni a la movilización de las fuerzas populares en contra de los elementos secesionistas, feudales y reaccionarios. Hemos visto que, en tiempos de emergencia, la dependencia excesiva de un solo líder ha puesto a los Estados árabes en manos de las intervenciones de la superpotencia y de los accidentes de las maniobras diplomáticas.

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