martes, 23 de agosto de 2011

75 AÑOS DESPUÉS, SEGUIMOS CON EL PUÑO EN ALTO

Coordinadora Anarquista del Noroeste




Nos dicen que de la historia se aprende, y es verdad. Lo que no nos dicen es que la historia cambia dependiendo de quién te la cuente. En este pedazo de tierra que llaman España, hay una gran historia que pocas veces ha sido contada por sus protagonistas, y muchas veces ocultada por aquellos a los que no interesa contar la verdad. La Revolución Española no sale en los libros de historia pese a haber sido un acontecimiento único. Quizás no sale porque los libros de historia los escriben los vencedores, y en el episodio de la guerra de clases que se llamó “guerra civil” ganó el bando del poder y del dinero.

Corría la década de los treinta del pasado siglo, y en las calles de los pueblos y ciudades la gente soñaba con cambiar el mundo. La sociedad se regía por normas parecidas a las actuales: unos pocos acumulaban riqueza mientras que la gran mayoría se hacinaba rodeada de miseria. Había que trabajar mucho y muy duro para salir adelante, y los que levantaban la voz en contra de las injustas condiciones que habían sido impuestas a los trabajadores, eran perseguidos, encarcelados o directamente asesinados. El gobierno, tras el disfraz democrático que le otorgaba la Segunda República, ostentaba el poder sacudiendo a la clase trabajadora mediante mandatos que perjudicaban a las clases populares de la sociedad. Las decisiones eran tomadas por una minoritaria clase política, que compinchada con la burguesía, cortaban las alas de una sociedad que aspiraba a vivir en libertad e igualdad.

Sin embargo, nuestros abuelos y bisabuelos no se conformaban con las migajas de un pastel que se repartían unos pocos. Eran conscientes de la fuerza de su número, y se organizaban. En la España de los años treinta, las huelgas, las manifestaciones los sabotajes y la “gimnasia revolucionaria” se respiraban en campos, fábricas y talleres. Los trabajadores comprendían que eran ellos quienes cultivaban la tierra, accionaban las máquinas o fabricaban los útiles necesarios para que la economía funcionase. Sabían que ellos eran la pieza imprescindible, y que si se unían, podrían dar la vuelta a la situación. Eran hijos del trabajo y no renegaban de él, pero entendían que el trabajo había que repartirlo. No aceptaban trabajar de sol a sol, pero tampoco aceptaban que hubiera gente que comiera sin trabajar.

La clase obrera española se organizaba en sindicatos, en los que encontraban la herramienta que les permitía enfrentarse a gobierno y burguesía con garantías. El sindicato representaba la unión y la organización del proletariado. Pero además de eso los sindicatos se convertían en las escuelas del pueblo, los obreros adquirían cultura y eran capaces de vislumbrar una sociedad más libre y más justa, en la que no hubiera patrones, gobiernos ni religiones que los sometieran.

En Mayo de 1936, la Confederación Nacional del Trabajo (CNT) celebró un congreso en Zaragoza, en el cual declaró que su finalidad era realizar una revolución social que cambiase la sociedad. El objetivo era abolir el gobierno y la propiedad privada e instaurar en su lugar un régimen asambleario y federalista, en el que todo el mundo tuviese el mismo derecho a decidir sobre su vida y tuviese garantizado el trabajo, las necesidades básicas y poder disfrutar de una vida digna en plena libertad. Al mismo tiempo, todo el mundo, para poder obtener las ventajas de esta sociedad, debía contribuir con su trabajo. Se seguía la consigna “de cada uno según su capacidad, a cada uno según sus necesidades”, y lo llamaron el “Comunismo Libertario” o lo que es lo mismo: la sociedad anarquista.

Hacia la primavera de 1936, los trabajadores españoles estaban preparándose para hacer la revolución. Se acababa la era de la explotación y de la ausencia de libertad: los sindicatos hervían, las imprentas no paraban de sacar publicaciones obreras, proliferaban centros de cultura obreros o “ateneos libertarios”… Pero no todo era bonito y del color de rosa. El gobierno de la república había intentado por todos los medios aplacar la rabia de los obreros. Había incluso llegado a cometer crímenes imperdonables como los sucesos de Casas Viejas (1933), en el que se masacró a un pueblo entero por negarse a aceptar que la tierra perteneciera a unos pocos terratenientes en lugar de a los campesinos que la trabajaban; o la represión contra la Revolución de Asturias (1934), en la que el ejército republicano declaró la guerra a los mineros y otros trabajadores asturianos que, organizados en la CNT y la UGT, intentaron dar el paso hacia la libertad y la justicia.

Una parte del ejército, viendo que la República era incapaz de someter a los trabajadores y así parar la revolución, empezó a preparar una sublevación fascista, con el objetivo de aniquilar las ilusiones y los proyectos revolucionarios, y someter al pueblo a la moral degradante impuesta por la Iglesia Católica. Es por ello que la clase obrera revolucionaria, organizada mayoritariamente en el sindicato anarcosindicalista CNT, comenzó a hacer acopio de armas y a preparar la defensa de la libertad y la justicia social.

El 17 de julio de 1936, los fascistas se sublevaron en Marruecos. La CNT dio la consigna revolucionaria. Aquello por lo que se había luchado, los valores defendidos, las ideas y el amor a la libertad empiezan a tomar cuerpo. Ese mismo día, en Barcelona, los obreros tomaron los transportes y los principales edificios públicos. La Generalitat de Cataluña intentó evitar que la chispa de la revolución prendiese en Barcelona, pero la fuerza de los trabajadores organizados les desbordaba. Los obreros del transporte se apoderan de las armas que había en los barcos anclados en el puerto. El objetivo: frenar a los fascistas y convertir a Barcelona en el foco desde el que se extendería la Revolución Social.

El 18 de julio el avance de los fascistas era importante. La CNT y la UGT proclamaron la huelga general. En el caso de la CNT se trataba de la huelga general revolucionaria. En muchos lugares, la vuelta al trabajo después de ese paro no iba a ser en un régimen capitalista, sino en industrias, fábricas y tierras que pasarían a estar bajo control obrero. Llegaba el momento esperado, tocaba a los trabajadores ser los protagonistas.

Cuando la sublevación llegó a Barcelona, los militares se encuentran con una clase obrera organizada sin dirigentes ni vanguardias. No tenían enfrente a un ejército republicano, sino a trabajadores normales y corrientes, con un armamento escaso, pero con la fuerza que les daba el luchar por sus ideas y por su libertad. La clase obrera barcelonesa era mayoritariamente anarquista, y el grado de conciencia de los trabajadores era tal, que el ejército fascista no pudo hacer frente a esos humildes obreros y su revolución. En menos de 24 horas, los trabajadores, sin ayuda alguna de gobiernos ni instituciones, habían barrido al fascismo de toda Cataluña. El control ahora no lo tenía ni el ejército sublevado, ni la República ni la Generalitat. El control ahora lo tenían los trabajadores, lo tenía la CNT.

A partir del 19 de julio, comenzó en España una Revolución Social que por su magnitud y su contenido, se puede decir que es única en la historia de la humanidad. El pueblo organizado, de manera completamente independiente y autónoma, tomó las riendas de la economía y de la política, aboliendo en numerosos lugares al Estado y al Capitalismo. Al mismo tiempo, los trabajadores fueron capaces de formar milicias y parar el avance del fascismo, con un armamento escaso y defectuoso, y rechazando por propia elección el formar un ejército que les condenaría a someterse de nuevo a una jerarquía. Ese pueblo en armas fue el que venció al fascismo los primeros meses de lo que se llama “Guerra Civil”, siempre siguiendo la consigna de que la revolución y la guerra eran inseparables.

El verano de 1936 fue único en la historia. En Cataluña y Levante se socializaban fábricas e industrias. Los obreros tomaban las decisiones sin necesidad de patrones, y eran capaces de aumentar la productividad y la eficiencia de una forma impresionante. Miles de personas adquirían cultura en centros obreros y proliferaban las escuelas libertarias. En Andalucía, algunos pueblos quemaban el dinero en la plaza entre vítores, proclamando el comunismo libertario. En Aragón y Cataluña se colectivizaron las tierras quedando abolidas las grandes propiedades y pasando a ser de las colectividades de trabajadores. En estas colectividades, los trabajadores se organizaban y tomaban las decisiones por asambleas, eliminando cualquier signo de autoridad. Se hizo realidad la utopía anarquista de que es posible vivir sin patrones ni gobiernos.

George Orwell, en su libro “Homenaje a Cataluña” dice:

“Yo estaba integrando, más o menos por azar, la única comunidad de Europa occidental donde la conciencia revolucionaria y el rechazo del capitalismo eran más normales que su contrario. En Aragón se estaba entre decenas de miles de personas de origen proletario en su mayoría, todas ellas vivían y se trataban en términos de igualdad. En teoría, era una igualdad perfecta, y en la práctica no estaba muy lejos de serlo. En algunos aspectos, se experimentaba un pregusto de socialismo, por lo cual entiendo que la actitud mental prevaleciente fuera de índole socialista. Muchas de las motivaciones corrientes en la vida civilizada —ostentación, afán de lucro, temor a los patrones, etcétera— simplemente habían dejado de existir. La división de clases desapareció hasta un punto que resulta casi inconcebible en la atmósfera mercantil de Inglaterra; allí sólo estábamos los campesinos y nosotros, y nadie era amo de nadie.”

Entre tanto, el fascismo iba recibiendo ayudas internacionales como la de Italia, Alemania o Portugal. La revolución no recibía ayudas. Es más, la propia República se negaba en un principio a facilitar armas a los obreros, demostrando más temor hacia la propia revolución que hacia los militares sublevados. Lo mismo pasaba con las potencias extranjeras que supuestamente estaban del lado de la república. La clase obrera se enfrentó sola al fascismo y le venció las primeras batallas, pero pronto debió enfrentarse también con otros enemigos que amenazaban la marcha de la revolución.

La contrarrevolución del partido comunista, las trabas impuestas por la República y la infiltración del autoritarismo en los órganos de la CNT y la FAI comenzaron a dinamitar la obra constructiva de la revolución. Los comunistas, desde la retaguardia, fueron sometiendo la revolución a la disciplina del partido, lo cual no era comprendido por los trabajadores. Ante esta situación, decidieron imponer su disciplina autoritaria por medio de la fuerza, disolviendo colectividades y tomando posiciones en el gobierno de la República gracias a la influencia de Stalin. Especialmente representativa es la figura del comandante Líster, del Partido Comunista, el cual fue responsable de la muerte de numerosos trabajadores que se negaron a aceptar las imposiciones y defendieron la revolución. Todo ello, mientras los milicianos anarquistas luchaban contra los fascistas en el frente, sin conocer que detrás de ellos la revolución estaba siendo traicionada.

Incluso dentro de las organizaciones obreras, el autoritarismo hizo acto de presencia. Evidentemente, la fuerza de los trabajadores era tan grande que los oportunistas y los políticos intentaban sacar partido incluso de la propia revolución. Esto sin duda propició que la CNT y la FAI cayeran en errores y contradicciones históricos, como fueron a entrada en el gobierno de la República o la militarización de las milicias. Sin embargo, ni todas las milicias pasaron por el aro, ni todos los trabajadores aceptaban las imposiciones de las cúpulas. La mayoría permanecían fieles a la revolución. Pese a ello, el daño estaba hecho.

Muchos fueron los factores que determinaron la derrota de la Revolución Social de 1936. Sin embargo, el tiempo que duró, demostró ser un ejemplo de que existe la posibilidad de vivir en una sociedad libre e igualitaria, sin Estado ni capitalismo, en la que los individuos se desarrollen libremente y sin coacciones.

Abel Paz, conocido militante de la CNT que participó en la Revolución, decía que los trabajadores sabían que la Revolución estaba condenada a fracasar. Su función sería, pues, la de servir de ejemplo a las generaciones futuras de que la anarquía no es imposible, sino que es necesaria. Lo más importante no es recordar con añoranza el tiempo en que los trabajadores mantenían la cabeza alta y escupían sobre los privilegios de los capitalistas, las riquezas de las Iglesias ardían en las plazas de los barrios y pueblos entre vítores y los campesinos trabajaban gustosos sabiendo que daban de comer a trabajadores y no a parásitos. Lo importante es que gracias a estas personas nosotros podemos aprender a hacer una revolución que no esté condenada al fracaso, pues ellos nos han allanado el camino.

La Revolución Española no sale en los libros de historia pese a haber sido un acontecimiento único. Quizás no sale porque los libros de historia los escriben los vencedores, y en el episodio de la guerra de clases que se llamó “guerra civil” ganó el bando del poder y del dinero. Durante 40 años ese bando nos gobernó a base de violencia, humillación y silencio. Y hoy, tras más de 30 años de democracia, los enemigos de la revolución nos siguen gobernando. Se mantiene el silencio y el olvido porque la Revolución Española asusta, ya que puso contra las cuerdas al fascismo y a la república, y hubiese hecho lo mismo con cualquier forma de gobierno y autoridad.

75 años después debemos elegir: o seguimos humillados y degradados en nuestra vida y nuestros trabajos, o plantamos cara y les demostramos que, hoy como ayer, seguimos puño en alto.

domingo, 21 de agosto de 2011

Iglesia-Estado, luna de miel


Historia 16

Terminada la guerra, el nuevo Estado se apresuró a declarar su confesionalidad y el firme propósito de erigirse en fiel guardián de la Iglesia y de sus instituciones. A golpe de ley, el gobierno franquista fue devolviendo a la Iglesia todos los privilegios que un día le quitara el gobierno republicano; al tiempo que abolía el divorcio, hacía obligatorio el matrimonio por la Iglesia y eximía a ésta de la tributación de impuestos por los bienes eclesiásticos.

La Iglesia se dejaba arrullar por esta nueva situación que, inesperadamente, le premiaba con creces todas sus bendiciones al nuevo Estado. En plena luna de miel Iglesia-Estado, se llegó a tal confusión que español y católico parecían dos términos inseparables y hasta sinónimos. España, otra vez, volvía a ser la reserva espiritual de Occidente, luz de Trento y martillo de herejes, como dijera algunos años antes Menéndez y Pelayo.

Los obispos, auténticos reyezuelos en sus diócesis, aprovecharon toda suerte de tribunas para imponer sus cartas pastorales que, mientras mostraban una obsesiva preocupación por la moral de la pantorrilla, olvidaban, en cambio, la dramática realidad del momento: el hambre, el estraperlo, el paro, la falta de viviendas y de escuelas, los abusos de poder, las represiones, las cárceles llenas.

«La sociedad española de los años 40»,
CUADERNOS DEL MUNDO ACTUAL, 3.


El santo totalitarismo

Por Enrique González Duro

Durante los años 40 la jerarquía eclesiástica fue un firme apoyo para el régimen franquista, obteniendo por ello grandes ventajas, aunque alejándose de la población que se había sentido republicana hasta el final de la guerra y que no distinguía bien lo religioso de lo político. Pero el catolicismo formalmente se expandió como nunca y, de algún modo, impregnó a toda la sociedad española y condicionó la vida cotidiana de la mayoría de la gente, tal como el cardenal Gomá y su sucesor como Primado de España, Pla y Deniel, deseaban. La Iglesia Católica había ganado con Franco la guerra y estaba ganando la paz, ante el obligado silencio de los vencidos pero no convencidos y con el apoyo del aparato del Estado. Y el conformismo religioso era recomendable para los que quería trabajar, mejorar su posición, o lograr cualquier otro ascenso o seguridad. España se vio envuelta en una suerte de «totalitarismo divino», imponiéndose modelos devocionales barrocos, que trataban de fascinar a los fieles por medio de la emotividad de lo externo, de lo grandioso: grandiosas procesiones, misas de campaña, actos de desagravio, misiones evangelizadoras, entronización de Vírgenes milagrosas, tandas de ejercicios espirituales, cursillos de cristiandad, llamadas a la vocación religiosa, apariciones milagrosas bendecidas por la Iglesia, etc. Se trataba de recatolizar a España entera, de acabar con la «absurda ignorancia religiosa del país».

Se pretendió recatolizar a las clases trabajadoras, a través de los militantes de Acción Católica, que penetraban en las fábricas, en las barriadas obreras, en los suburbios. El apostolado obrero de Acción Católica se centraba en la idea de que la pobreza era inevitable y necesaria, recalcando la nobleza del trabajo manual, pidiendo la resignación y la disciplina como «virtudes patrióticas». Ser pobre era natural y querido por Dios. El obispo de Malaga, Herrera Oria, era muy conocido por su interés por lo social. Pero creía que las raíces de los problemas sociales eran morales y nada tenían que ver con la distribución desigual de la riqueza y del poder, que la caridad era la solución a la injusticia social.

Con el paso del tiempo se fue comprobando que el proyecto recatolizador de la Iglesia española no funcionaba del todo, y en ciertos sectores prevalecía la indiferencia, cuando no el rechazo. Pero la Iglesia española seguía autosatisfecha, impregnada de ese «totalitarismo divino», mezcla de nacionalismo patriótico y catolicismo integrista, con el que ocupaba gran parte del espacio social. Hubo voces disidentes, como la del cardenal Vidal i Barraquer, que en 1940 advertía que la nueva religión del Régimen:

Consistía principalmente en promover actos aparatosos de catolicismo, peregrinaciones al Pilar, entronizaciones del Sagrado Corazón, solemnes funerales por los Caídos, y, sobre todo, iniciar casi todos los actos de propaganda con misa de campaña, de las que se ha hecho abuso. Manifestaciones externas de cultos que, más que actos de afirmación religiosa, tal vez constituyan una reacción política contra el laicismo perseguidor de antes, con lo cual será muy efímero el fruto religioso que se consiga y, en cambio, se corre el peligro de acabar por hacer odiar la religión a los indiferentes y partidarios de la situación anterior.

Pero Vidal i Barraquer desde la guerra civil vivía en Roma, ya que Franco no le dejaba volver a España.

Y la Iglesia española siguió en campaña contra la blasfemia, contra la inmoralidad de las costumbres, contra la indecencia de los vestidos de las mujeres, contra el baile y contra el baño en las piscinas y en las playas, contando con el apoyo del brazo secular del Estado y de todas las familias cristianas tradicionales.

El miedo en la posguerra, 2003.

viernes, 19 de agosto de 2011

La militancia antilaica de la Iglesia


Por
Vicenç Navarro

http://www.vnavarro.org/?p=6069

El máximo dirigente de la Iglesia católica, Benedicto XVI, ha denunciado en repetidas ocasiones lo que él ha definido como “el laicismo militante” que supuestamente existe en España, semejante –según él– al ocurrido durante los años treinta en este país. De estas y otras declaraciones se deduce que percibe esta militancia laica como una amenaza para la Iglesia (traducida en un anticlericalismo) y también para la sociedad, pues representa una intolerancia hacia la religión católica impropia en una sociedad democrática, donde todas las religiones deberían respetarse, con especial consideración a la católica –tal y como reconoce la Constitución de 1978–, que es a la que supuestamente pertenece la mayoría de la población española.


Una estampa clero-fascista alemana.

Esta crítica al laicismo es sorprendente pues muestra un escaso conocimiento de la historia de España. Una lectura objetiva de nuestro pasado muestra que ha sido la Iglesia católica la que históricamente ha mostrado una enorme hostilidad hacia el laicismo, habiendo además violado los derechos democráticos, no sólo de la población laica, sino de la mayoría de la población española a lo largo de nuestra historia. La mayor expresión de tal hostilidad se dio durante los años treinta a los que Benedicto XVI hace referencia, a los cuales podría añadirse la experiencia antilaica de la Iglesia durante los años cuarenta, cincuenta, sesenta y setenta, que el papa silencia e ignora.

Es importante recalcar que la Iglesia católica apoyó un golpe militar que terminó con un proceso democrático (y que asesinó al mayor número de españoles en su historia), lo cual fue objeto de la ira de las clases populares que, viendo a la Iglesia como parte militante del golpe, agredió al clero y a las instituciones de la Iglesia sin que tales actos contaran con el apoyo del Gobierno republicano democráticamente elegido. La brutal represión que el golpe instauró, sí que contó, sin embargo, con el apoyo del Estado dictatorial del cual la Iglesia formó parte. Su objetivo fue imponer su ideología. Basta leer el Catecismo patriótico español publicado en 1939 y en 1951, en el que se afirmaba que los enemigos de España eran “el socialismo, el comunismo, el sindicalismo, el liberalismo y el laicismo”. Benedicto XVI debería conocer y reconocer que tal creencia significó la eliminación de las personas pertenecientes a aquellas sensibilidades, lo que provocó no sólo su expulsión, encarcelamiento, tortura y exilio, sino también su fusilamiento, todo ello a fin de “no tolerar a los envenenadores del alma popular” (Decreto de depuración de los funcionarios del Estado de 1939). En la mayoría de los tribunales en los que se decidía la eliminación de laicos, socialistas, comunistas, judíos y masones, estaba la Iglesia como parte y testigo. En realidad, en muchos de estos tribunales el informe de denuncia era escrito por los párrocos. Tal hostilidad de la Iglesia fue incluso más acentuada hacia los educadores de la enseñanza laica. Hubo casos como el de un sacerdote aragonés que llegó a informar de que el maestro de su pueblo era “fusilable” (citado en el libro La Dictadura de Franco, de Borja de Riquer, del cual extraigo los datos de la represión durante la dictadura). La depuración de los maestros de la escuela pública laica fue masiva, acusándoles de querer inculcar valores laicos que contaminaban el alma popular. El objetivo de tal represión fue la “recristianización de la sociedad”, tal como indicó el ultraderechista Ibáñez Martín, ministro de Educación durante el periodo 1939-1951.

Franco bajo palio, un privilegio eclesiástico del Generalísimo.

Esta represión alcanzó a todos los estamentos de la enseñanza pública, incluyendo las universidades, y todos los niveles dentro de ellas. De los 580 catedráticos universitarios existentes en España, 20 fueron ejecutados, 150 fueron expulsados y 195 se exiliaron. En algunas universidades, como en la Universidad de Barcelona, el 44% de su profesorado fue sancionando. La Iglesia supervisó y/o participó en cada una de estas denuncias. Como afirmó una autoridad educativa citada por De Riquer, era preferible que “una universidad estuviera integrada por ignorantes pero buenos, que por doctos pero malos”. Ser malo era tener, entre otros valores, el del laicismo.

Otra área en la que se plasmó la militancia antilaica de la Iglesia fue en el periodismo. La autorización para poder ser periodista pasó a ser muy restrictiva, según criterios definidos por la Iglesia, la Falange (el partido fascista) y el Ejército. De los 4.000 periodistas que solicitaron realizar su profesión entre 1939-1940, sólo lo obtuvieron unos 1.800. A todos los demás se les denegó el permiso de trabajar como periodistas al no ajustarse al criterio del tribunal político-religioso que evaluaba su “competencia”.

Benedicto XVI debería conocer y reconocer estos hechos ampliamente documentados en España, aún cuando han sido ocultados en la mayoría de medios de mayor difusión, y muy en particular en los influenciados por las derechas españolas. Estas, como la Iglesia, nunca han condenado sin paliativos aquella dictadura y los horrores que se hicieron en teoría en nombre de Dios, en la práctica, en la defensa descarnada de sus intereses materiales. Su enorme oposición a las fuerzas democráticas se debe a que estas desean una pérdida de los excesivos derechos que el régimen democrático –resultado de una Transición inmodélica– le otorgó, incluyendo su reconocimiento preferencial que le concede la Constitución, que contradice la aconfesionalidad del Estado, y que ha dado pie a toda una serie de privilegios heredados del régimen dictatorial anterior y que deben eliminarse. La visita de Benedicto XVI no es un paso adelante en esta vía correctiva, pues ni conoce ni reconoce el enorme sufrimiento que la Iglesia impuso a la población española, ni pedirá perdón al pueblo español por ello, ni cederá ni un ápice en el goce de sus privilegios. Así es la Iglesia católica.

Vicenç Navarro. Catedrático de Ciencias Políticas y Políticas Públicas de la Universitat Pompeu Fabra.

El obispo de Valladolid junto al ministro falangista
Raimundo Fernández-Cuesta y otros católicos.

miércoles, 17 de agosto de 2011

Zliten (Libia): 50 niños asesinados por la OTAN

Por Allain Jules


¿Cuántos muertos más? ¿Cuántos inocentes sacrificados? ¿Cuántos niños serán asesinados todavía en Libia gratuitamente para dar gusto al gran Capital? ¿Quién va a juzgar a los responsables de esta guerra ilícita? Es verdad que la Corte Penal Internacional (CPI), arma política falsaria y engañabobos para los africanos no se atreverá a investigar. George Bush Jr, el carnicero de Bagdad, ¿no vive feliz después de sus crímenes en Irak?

Finalmente se comprende porqué los renegados de Big Ben/Bengasi, con la complicidad y el cinismo de la OTAN anunciaron tan rápido la muerte del hijo menor de Moamar Gadafi, Khemis. Una cortina de humo para que los medias enfocaran esencialmente en esta desinformación. Lo consiguieron, pero las trazas de la atrocidad de los actos criminales de la Otan, no. Porque era necesario encubrir el crimen contra la humanidad que la Otan acababa de cometer, entonces Khamis Gadafi era el mejor pretexto.

Los vídeos son muy violentos. Absténganse cardiacos.


La OTAN ha pulverizado un hospital de niños, matando 50 internados, enfermeras y médicos. ¿Conforme a qué se nos va a decir que estos criminales han ido a Libia para proteger a las poblaciones civiles? El mundo entero asiste a crímenes manifiestos dirigidos a aterrorizar a la población civil, para que esta última se subleve contra el poder legítimo de Libia.

Si la OTAN está obligada a pasar por este género de crímenes ignominiosos, es porque es consciente de haber perdido la guerra de forma más que lamentable. Pero no solo eso, el efecto esperado se transforma poco a poco en boomerang. ¡Qué tristeza cuando Sarkozy, Obama y Cameron estén obligados a negociar con Gadafi! Esta panda de autistas y perdedores va a ser el hazmerreír supremo… En Libia, la solución es política, pero esta gentuza quiere instituir el caos para saquear este rico país. La vida de los libios les importa muy poco.

¡Asesinos de niños!

domingo, 14 de agosto de 2011

¡Periodistas informados?

Escuchad a Federico Jiménez Losantos y su conocimiento de la realidad sindical actual y las subvenciones a los sindicatos, dando a entender que la misma CNT también recibe subvenciones estatales...

«Afortunadamente, esa cosa seria desapareció en el 39», «CNT-FAI era un "partido" revolucionario terrorista», «USO es el único sindicato que no tiene liberados».

¡Y luego dicen que los periodistas de hoy en día están bien informadísimos!

lunes, 8 de agosto de 2011

¡Peligro, que viene el Papa!


Este mes de agosto, el Papa Benedicto XVI visita Madrid. No nos resulta grata esta visita por varios motivos: en primer lugar, este viaje va a suponer un gasto para los madrileños que, sin haber sido preguntados, cederemos espacios e infraestructuras públicas para usos privados en condiciones privilegiadas a las que no podemos acceder otras asociaciones u organizaciones.

Por otro lado, el Papa es el máximo jerarca de una organización religiosa cuya historia está llena de crímenes y por la que sentimos un fuerte rechazo. Enemiga de la justicia social y del progreso humano, esta institución también es enemiga de la igualdad social (y entre hombres y mujeres), del pensamiento crítico, de la libertad sexual, del humanismo, etc.

No podemos dejar a un lado un aspecto fundamental, no relacionado con el Papa Benedicto XVI o con la Iglesia Católica Apostólica y Romana, sino con las religiones en sí mismas: ese aspecto es la crítica a una superstición que somete al ser humano a una voluntad superior, creadora y primigenia. Dicho sometimiento supone una negación del ser humano como ser libre.

1. ¡Peligro, que viene el Papa!/ La crisis no llega al Vaticano

La crisis causada por la banca y que estamos pagando los trabajadores no afecta a la Iglesia Católica. O al menos eso parece, porque de otro modo es injustificable el gasto que va a suponer la Jornada Mundial de la Juventud. A través de un periódico­empresa cualquiera podemos observar que se está manejando un presupuesto de 47 a 54 millones de euros en esta jornada. Pero en estos cálculos no aparece lo que tienen que pagar los madrileños por este acontecimiento: el presupuesto para «seguridad» pagado por los madrileños, la limpieza pagada por los madrileños, la cesión gratuita del Paseo de Recoletos, la plaza de Cibeles, la sede del Ayuntamiento, el aeródromo de Cuatro Vientos, el Palacio de Congresos o el Palacio de los Deportes; descuentos especiales en los transportes públicos para los asistentes; o la elaboración de un programa específico para los Veranos de la Villa. Todo pagado por los madrileños.

2. ¡Peligro, que viene el Papa!/ La Iglesia una organización criminal

Enumerar los crímenes de la Iglesia Católica desde la Edad Media hasta la actualidad daría como mínimo para miles de páginas. De hecho, para quien tenga un mínimo interés en conocer los crímenes perpetrados o amparados por la Iglesia recomendamos a Karlheinz Deschner, un autor que ha publicado obras como Historia criminal del Cristianismo o El anticatecismo: doscientas razones en contra de la Iglesia y a favor del Mundo.

3. ¡Peligro, que viene el Papa!/ La Iglesia Católica y la religión contra el hombre

Que la idea de religión está estrechamente ligada a la superstición es evidente, pero obviamente siglos de oscurantismo hacen que la idea de Dios pese sobre casi toda la humanidad como una carga de la cual resulta casi imposible desprenderse por completo.

No es extraño encontrar en todas las religiones algunas virtudes comunes ensalzadas como deseables o incluso imprescindibles:

–La sumisión y el conformismo suelen ser virtudes muy bien consideradas por las distintas doctrinas religiosas del mundo. Así nos lo recuerda Napoleón Bonaparte que señala que «La religión es un excelente material para mantener quieta a la gente normal».

–La fe y la devoción. Como la fe entra en constante conflicto con la razón, no es extraño que la religión considere como una virtud una cierta forma de irracionalismo (aunque esto, evidentemente, nunca se hará de forma explícita). En este sentido, se construye una verdad absoluta e inamovible que es el dogma iluminado por el cual se ataca todo lo que pueda cuestionarlo. Debido a que la fe supone un sometimiento de la experiencia, de la razón, del conocimiento… se puede llegar a justificar cualquier acción como así lo demuestra la historia de la humanidad. Dice Julian Huxley: «Recuerdo la historia del filósofo y el teólogo. Ambos se enzarzaron en una disputa y el teólogo recurrió a la vieja frase de que un filósofo es como un ciego en una habitación a oscuras, buscando un gato negro que no está allí. “Puede ser —dijo el filósofo—, pero un teólogo lo hubiera encontrado”».

Además no queremos olvidar algo apuntado anteriormente: el principio religioso es la máxima expresión del principio de autoridad. Es el mayor de todos porque la idea de dios enajena al hombre pues aquél se erige en principio y fin de todas las cosas, convirtiendo al ser humano en poco más que un títere. La idea de dios supone el mayor de todos los sometimientos del ser humano en cuanto ser individual que busca el logro de su absoluto autogobierno y el control de todos los aspectos de su vida en sus vertientes individual y colectiva.

«La religión dejará de ser necesaria cuando el hombre sea lo suficientemente inteligente como para gobernarse a sí mismo (Francisco Ferrer Guardia.)

CNT-AIT Madrid


domingo, 7 de agosto de 2011

Reflexiones sobre el ateísmo, las creencias y el poder

Juan Cáspar


El ateísmo fue inherente al movimiento socialista desde sus orígenes, aunque únicamente los anarquistas iban más lejos con el rotundo y significativo lema «ni Dios, ni amo». Es decir, no al principio de autoridad, ya sea sobrenatural (poniéndola en primer lugar) o muy terrenal. Anarquismo es sinónimo de autonomía, a nivel individual y social, y tal noción no es totalmente posible si existe algún tipo de voluntad suprema. Insistiremos, desde siempre el anarquismo ha hecho propaganda contra la religión, por considerar que es consustancial a ella la existencia de alguna forma de autoridad por encima de los seres humanos. Es algo muy sencillo, y demasiado evidente, no puede haber libertad con la presencia de un amo, ultraterreno, eclesiástico, ideológico o político, del tipo que fuere. Por lo tanto, dejaremos claro que el deseo de autonomía es propio del anarquismo. La opción, individual a priori, de estar solo y renunciar a cualquier tipo de «guía» requiere, como es lógico, un gran esfuerzo, voluntad y una reflexión continua. No pocas veces, se acusa al ateo de dogmático y de cerrarse a indagar en lo que podemos llamar «especulación metafísica». Bien, el término ateo recoge a muchos tipos de personas e ideas, pero lo que puede unir a un ateísmo combativo es haber comprendido los mecanismos que conducen a creer en según qué cosas (necesidad, tranquilidad, miedo...) y otorgar un horizonte amplio a la razón y a la ciencia. Sí, es posible que la negación de los viejos autoritarismos religiosos no haya conducido a muchas personas al ateísmo que proponemos (es decir, a la negación «de» para, posteriormente, construir una realidad humana mejor: son los conceptos «negativo» y «positivo» de la libertad), pero yo llamaría la atención sobre esos mecanismos anteriormente mencionados, es posible que no difieran demasiado en las diversas creencias por muy diferente que se presenten en su envoltorio o por muy sofisticadas que quieran aparecer. Si, además, hay tantas creencias que se presentan hoy en día con el subterfugio de «cierta» legitimidad científica, la cosa se complica un poco (no demasiado, si tenemos las cosas claras y seguimos confiando en un conocimiento sólido y en nuestras convicciones).


Volvamos al viejo lema anarquista contrario a cualquier instancia divina y a todo amo terrenal, que a pesar de su aparente simpleza es el obvio punto de partida de una sociedad libertaria. Esa negación requiere un gran esfuerzo (puede decirse que los sometidos tienden a relajarse, como sostenía La Boétie en su Discurso de la servidumbre voluntaria, o el propio Hegel cuando afirmaba que el poder del amo se alimentaba del miedo del esclavo), una tendencia ardua y fatigosa hacia la libertad, finalmente satisfactoria, por supuesto, y con pocas posibilidad de que haya un camino de retorno. Se dice continuamente que estamos en una etapa de decadencia (algo que no es solo propio de esta crisis actual, llevamos ya mucho tiempo así y difícil es no recordar un tiempo en el que no se haya analizado de esta manera), y solo el anarquismo parece resistir bien al paso del tiempo como movimiento. Hay quien ha señalado que esto es así por ser el movimiento libertario más una moral que cualquier otra cosa, algo con lo que estoy de acuerdo.

La intolerable decadencia que sufren las más variadas doctrinas religiosas y políticas no afecta a quienes no negocian con sus convicciones, y tampoco se mantienen alejados en ninguna suerte de «idealismo», sino que pretenden incidir permanentemente sobre el mundo en el que viven. El desprestigio de la razón, tal y como surgió del proyecto de la modernidad, ha dado cabida a todo tipo de creencias, que a mi modo de ver no son más que el síntoma de esa decadencia. El anarquismo confía también en la razón (no sé si denominarlo «racionalismo», ya que se trata de una corriente filosófica muy determinada, aunque sí hay un sentido coloquial que me parece muy diferente y apropiado), y se trata de darle un mayor horizonte, no de dar cabida a lo irracional y a posturas espirituales, pseudocientíficas y místicas de lo más cuestionables. Es por eso que la decadencia y el despiste de todo tipo que sufrimos haya conducido a buscar refugio en nuevas creencias, como todo lo relacionado con la llamada Nueva Era [«New Age»], tan detestable en mi opinión, o creencias exóticas, como es el caso de las religiones orientales, que se presentan con una autenticidad más o menos explícita.

Existen posturas históricas, morales e ideológicas, que son muy recuperables, la decadencia que sufrimos es precisamente síntoma de la tergiversación y renuncia que han sufrido. Por supuesto, no somos reaccionarios ni fanáticos, somos progresistas y creemos profundamente en la libertad, lo que ocurre y no gusta a muchos es que no hemos negociado con nuestra moral. Son aclaraciones que hay que realizar, y demostrar, de forma continua para refutar afirmaciones de gran pobreza intelectual y mezquindad. Sigue habiendo motivos para reflexionar sobre el ateísmo y para reivindicar el viejo lema anarquista: «Ni Dios, ni amo». Religión y jerarquía social Por lo tanto, con todos los matices que se quiera, y me parece adecuado entrar en una confrontación de ideas al respecto (a un nivel humano, que de eso se trata), la visión libertaria considera que las creencias religiosas (y otras formas de fe) son un claro obstáculo para toda autonomía social e individual.

Desgraciadamente, los efectos de la religiosidad institucionalizada continúan siendo una triste realidad, los fundamentalismos son la amenaza real de las distintas confesiones. Aunque, socialmente, el apoyo que las personas dan a su supuesta confesión religiosa es muy relativo, la Iglesia sigue jugando con los datos de una sociedad presuntamente católica en aras de conservar privilegios. A pesar de las acusaciones del actual pontífice sobre lo que él denomina «laicismo agresivo», no hay un análisis político y social efectivo sobre el papel de la Iglesia católica. La crisis, no solo económica, también intelectual y de valores, que sufrimos hace que vivamos de pobres tópicos sobre el «peligro único» del fundamentalismo islámico, cuando seguimos tolerando el poder de una institución eclesiástica en un supuesto Estado aconfesional.

No hay voces que trasciendan el conformismo, con gloriosas excepciones, claro está, para alertar sobre el peligro de las certezas religiosas. Porque, a pesar de lo que estoy seguro de que piensan muchas personas, este debate no es secundario. El perfeccionamiento moral e intelectual, negando a cualquier institución jerarquizada que se arrogue toda pretensión de verdad, es probablemente una cuestión más importante que nunca. A pesar de que parezca propio de un nivel preescolar, todavía se sigue manteniendo que los valores están íntimamente ligados a una formación religiosa, incluso por muchos que consideran insostenibles ciertos dogmas. Recordaremos, una vez más, que las mayores barbaridades a lo largo de la historia se han hecho en nombre de fanatismos (religiosos y políticos), es decir, apelando a una idea trascendente. Muchos considerarán perfectamente disociable la creencia religiosa y el fundamentalismo, pero tal vez la diferencia sea solo de grado.

Por otra parte, en este análisis sobre la situación de la religión en el siglo XXI hay un arma de doble filo: por una parte, se nos acusa a los ateos y anticlericales (una palabra a la que no tengo ningún miedo, aunque me gusta siempre extender la visión cuando se emplea) de algo así como antiguos (decimonónicos); sin embargo, esa pobre alusión oculta un análisis en el que la visión de Marx (y otros) me sigue pareciendo muy válida, millones de personas en el Tercer Mundo siguen aferrándose a la creencia religiosa ante el horror que sufren en su vida terrenal (el famoso «opio del pueblo» de Marx se refería a esto, al consuelo que otorga la religión). Jugar con esos datos a nivel mundial, cuando tantas personas se encuentran en la miseria, y cuando se puede establecer una vinculación entre la realidad social y la creencia religiosa, es, cuanto menos, mezquino. Son reflexiones que lanzo sobre los elementos (supuestamente) positivos de la religión, pero que olvidan otros factores importantes. Es una discusión recurrente la que se produce, cuando vinculamos la religión con lo social y político. En otras palabras, con una cuestión de poder.

Es difícil relegar la religiosidad a una cuestión de conciencia individual, cuando precisamente son las instituciones eclesiásticas las que han combatido siempre toda libertad al respecto. A estas alturas, solo podemos observar la posibilidad del florecimiento social gracias al arrinconamiento continuo del poder religioso (aunque, naturalmente, tengamos que tener en cuenta la existencia de otros poderes coercitivos de similar cometido). Frente a toda la retórica, más o menos explicita, que manifiestan las autoridades religiosas, se impone una idea con fuerza: las certezas religiosas son un peligro para las libertades humanas. Naturalmente, esta crítica abre la veda para otros tópicos, como es el caso de las acusaciones de relativismos. Precisamente, los partidarios del absolutismo pretenden alertar sobre esta cuestión; frente a ellos, la defensa de un relativismo que sirva para fortalecer los valores humanos. Conceptos asociados a la religión, como es el caso de milenarismo, mesianismo, dogmas, evangelio o revelación son, y solo nombrándolos ya lo podemos apreciar, insostenibles en una sociedad plural y abierta al conocimiento.


Todos estos conceptos más o menos arcaicos hacen ver, en mi opinión, que la religiosidad nos es relegable a lo privado, que incluso la idea de «salvación» tiene aspiraciones sociales, y que todo ello resulta indisociable de las pretensiones de poder de las estructuras eclesiales. Entre las múltiples críticas que realizamos a la religión, desde una perspectiva libertaria, está la legitimación que suponen de las jerarquías. Aunque esta visión requiere matizaciones, y solo alcanza su plena expresión con el monoteísmo, podemos considerar que la idea de que «todo el poder viene de Dios» alcanza un reflejo en un orden social rígidamente jerarquizado. Las cosmogonías religiosas determinan también las estructuras sociales. No es posible que existan personas autónomas en el pensamiento religioso, y sí «fieles», «súbditos», «ovejas» (parte de un rebaño) o toda suerte de miembros de un grupo subordinados a un jerarca o a una tradición. A pesar de su cambio de estrategia ante los nuevos tiempos, el objetivo de la Iglesia siempre ha estado en obtener el poder absoluto, presuntamente establecido por la máxima figura de la divinidad. Incluso, algo tan obvio en el transcurrir de los tiempos como es la visión laica, la separación entre Iglesia y Estado, es un evidente peligro para el poder religioso (y una falacia en la práctica, ya que se prima en tantos países la confesión católica). Aunque el poder político, concretado en alguna forma de Estado, posee el mismo peligro, en el caso de las estructuras eclesiásticas es más evidente la imposibilidad de opinar sobre sus leyes, siendo necesaria una clase mediadora capaz de interpretar la «legítima» e «infalible» voluntad divina.

No hace falta saber demasiado de historia para comprender que la aceptación de regímenes democráticos por parte de la Iglesia, aunque siempre exista esa denuncia de la laicidad que pone en peligro su poder, se hizo después de ser inaceptable para la historia y la sociedad una monarquía absoluta legitimada por la divinidad. Incluso, en un afán constante por reescribir la historia a gusto de algunos estamentos, se pretende hacer creer que ciertos valores (como es la fraternidad o la propia idea de la democracia como consenso) tienen un origen exclusivamente cristiano. La realidad es que la forma de gobierno le es indiferente a la Iglesia, si puede preservarse la religión y la moral tal y como ella dispone. Naturalmente, el anarquismo es algo muy diferente, ya que presupone hombres libres y autónomos dispuestos a comunicarse racionalmente con sus semejantes para autogestionar la sociedad civil. Presupone la imposibilidad de una autoridad legitimada apriorísticamente. Aunque la palabra democracia requiera de muchos matices, debido a su condición meramente formal y a su rendición al Estado y al capitalismo, podemos decir que su historia y la de la lucha por las libertades civiles es la de la lucha constante contra un poder religioso permanentemente opuesto a la libertad de conciencia. La idea de un poder extrahumano, y consecuentemente la de la existencia de grandes verdades que trascienden la existencia del hombre, no es más que la negación permanente de unas leyes civiles, capaz de cuestionar todo orden instituido. La mención constante a que el hombre no puede hacer lo que le venga en gana (una idea bastante infantil acerca de la condición humana), en boca de una clase mediadora es solo una apelación al peligro de un supuesto caos social para preservar su poder. Precisamente, la idea de autonomía presupone que el hombre es libre, es decir, que puede hacer lo que desee en una sociedad de respeto y reconocimiento a sus semejantes (individuos igualmente libres y autónomos). Aunque esto requiera matizaciones debido a la gran tradición de lo que se conoce como pensamiento religioso (pero, teniendo en cuenta que la sujeción y sometimiento del ser humano se producen en mayor o en menor medida), éste se muestra como el más acérrimo defensor de las jerarquías y el más notable adversario de la autonomía humana. Derribar todo el edificio autoritario debe suponer dar entrada a la razón, al conocimiento y a la libertad. No es meramente una cuestión de conciencias individuales enfrentadas a otros, ya que la religión pretende aportar verdades irrefutables que trascienden la existencia humana e imposibilitan el cambio en aras de regirse autónomamente a nivel, tanto individual, como colectivo. Es solo el propio hombre, actuando a un nivel humano y sin injerencias sobrenaturales, negando a cualquier clase mediadora que pretenda arrogarse un conocimiento trascendente, el que puede otorgar auténtica dignidad a la existencia.

Tierra y Libertad, 276 (julio de 2011).