domingo, 17 de febrero de 2013

El iberismo


GERMÁN RUEDA*

La implantación del liberalismo entre 1833 y 1868 presenta numerosas semejanzas en España y Portugal. En ambos países los conflictos dinásticos se complican con los ideológicos. Portugal sufre una guerra civil entre 1832 y 1834 y España la atraviesa entre 1833 y 1839. María da Gloria, 1826, e Isabel II, 1833, reinas menores de edad, buscarán apoyo en los liberales frente a dos príncipes legitimistas (Don Miguel y Don Carlos), hermanos de los reyes fallecidos.

Los sistemas liberales español y portugués tienen un funcionamiento y evolución semejantes tanto en hechos como en el origen común de la ordenación política liberal otorgada por la corona, ambas basadas en la Carta francesa de 1814 (Carta Constitucional de 1826 en Portugal y Estatuto Real de 1834 en España), el sistema censitario, la expulsión de las órdenes religiosas, la desamortización, el posterior acuerdo con la Santa Sede y las revueltas de 1868.

Es evidente que el paralelismo no es fortuito y se torna comprensible si se integra la historia ibérica en la coyuntura internacional y se tiene en cuenta una estructura social semejante en sus diversas regiones. Además, los acontecimientos de un país tienen repercusiones en el otro.

Creo que se puede afirmar que, tomada como un todo, Iberia tenía una evolución coherente y diferenciada si la comparamos con el resto de Europa. El sistema liberal puesto en marcha en el siglo XIX había hecho evolucionar de manera semejante las diversas zonas de la Península Ibérica.

En las décadas centrales del siglo XIX se constata, con más fuerza en Portugal que en España, una tendencia iberista. Aparecen diversas corrientes convergentes en la idea de lograr una unión, más o menos estrecha, para constituir Iberia o la Federación Ibérica, nombres, entre otros, que se propusieron para tal fusión.

La pregunta implícita común a todos los que se plantearon el iberismo es si, ahora que España y Portugal podían unirse, era ventajoso y conveniente hacerlo. Muchos técnicos en comunicaciones e ingenieros dieron una respuesta positiva y aportaron a los políticos argumentos de mejora económica. Desde entonces, todos los iberistas coinciden en la potenciación de la Península con unas comunicaciones e instrumentos económicos comunes: Telégrafo eléctrico, tendido del ferrocarril, carreteras, navegación de los ríos, conexión del Duero y el Ebro, unión del Mediterráneo y el Atlántico, aprovechamiento de los puertos de Lisboa y Porto, supresión de aduanas, moneda única, adopción de un sistema de pesos y medidas, correo común, unión de flotas, política colonial concertada, aprovechamiento de la energía hidrográfica.

En algunas personas, se generó una conciencia de la necesidad de unión para una mayor eficacia y el fortalecimiento de ambos países frente a las potencias europeas. Para los iberistas la integración de la Península mejoraría la economía del conjunto. Los argumentos de los técnicos de que la unidad de España y Portugal facilitaría los progresos económicos y materiales no fueron privativos de ellos, pero su peso específico fue mayor en sus escritos que en los de políticos que, por lo demás, los repitieron profusamente.

Entre los políticos y publicistas, los argumentos anteriores se sumaron a la conveniencia política. La reacción de Fernando VII, en 1823, llevó a destacados liberales españoles a plantear la Unión Peninsular en la persona de Don Pedro IV de Portugal. En el Oporto liberal de 1832 se difundieron proyectos de unidad ibérica, monárquica o republicana federal.

Restaurado el sistema liberal moderado en España en los años de la minoridad de Isabel II, ciertos sectores liberales de España y Portugal defendieron la unión ibérica. Algunos, como Mendizábal, presionaron para que se nombrara a Don Pedro IV como regente de España, otros quisieron forzar demasiado la naturaleza y acortar el camino a través del matrimonio de Isabel II y Don Pedro V. El gran problema era que el príncipe heredero Don Pedro era casi un bebé. Nacido en 1837, tenía siete años menos que Isabel II que ya era excesivamente niña. Andrés Borrego propuso unos esponsales y posponer el matrimonio. En 1846 el matrimonio de Isabel II con Francisco de Asís de Borbón terminó con las especulaciones.

Posteriormente, en España, muchos liberales asumieron el iberismo, especialmente miembros del Partido Progresista. En las filas moderadas, políticas o de pensamiento, el iberismo fue ganando terreno frente a una hostilidad inicial. En su versión republicana, nos encontramos casos ya en los años cuarenta entre escritores y publicistas. Más tarde llegó a formar parte del programa del Partido Republicano Federal.

En Portugal, el iberismo fue tomando cuerpo en ambientes liberales, especialmente setembristas (equivalentes a los progresistas españoles) y en el medio estudiantil con motivo de la Revolución de 1848. Es sintomático, como ha señalado María Manuela T. Ribeiro, que la Comisión, presidida por el entonces estudiante José María Casal Ribeiro, que protagonizó los sucesos de Coimbra en 1848, saludase el triunfo de la revolución en algunos países europeos con un manifiesto que terminaba ¡Viva la Península! ¡Viva la libertad de todos los pueblos! y que había sido firmado por 406 universitarios. Eran momentos propicios para el ideal ibérico que se sustentaba en los principios de la Revolución de 1848: liberalismo democrático y nacionalismo independentista o federalista. Esta segunda versión de unión de pueblos es la que caló en los ambientes portugueses antes señalados y entre los emigrados ibéricos en París. El terreno quedó abonado.


Fue a comienzos de la década de 1850 cuando la idea tuvo mayor difusión. Coincide con el avance de las unificaciones, especialmente en Alemania e Italia, que se extendieron por Europa y el ejemplo del federalismo de países como Estados Unidos y Suiza. La idea de federalismo circulaba con profusión entonces por todo el mundo occidental y para muchos era la panacea que resolvería todos los males. En este contexto hay que estudiar el Club Democrático Ibérico, fundado en París después de la Revolución de 1848, y la Liga iberista que se creó en Madrid en 1854. Sixto Cámara fue uno de los pocos ejemplos de iberistas españoles que llegó a conocer bien Portugal. Propuso un sistema federal basado en la unión de las localidades de la Península, cada una de ellas libre e independiente.

Si bien la mayoría de los federalistas fueron republicanos, antes de esta solución se planteó la unidad ibérica bajo una sola monarquía y un solo parlamento. El trabajo de Sinibaldo de Mas, La Iberia, se publicó en español en 1852 y el mismo año se tradujo al portugués, prologado por Jose María Latino Coelho, con una amplia difusión. Se concebía la Unión Ibérica dentro de la lógica geográfica que llevaba a una economía (basada en el librecambio) y un sistema de comunicaciones comunes, lo que exigía la unión política que haría surgir una nueva realidad nacional: Iberia. Desde el punto de vista dinástico hubo una trama en el progresismo español, iberista por entonces, para sustituir a la reina Isabel II por Don Pedro V, todavía menor de edad en 1854 cuando el progresismo llega al poder en España. El conjunto de fuerzas, progresistas y lo que posteriormente serán unionistas, terminó en un equilibrio que, de momento, llevó a la renuncia de la unión ibérica basada en la fórmula del cambio de dinastía. La salida del gobierno de los progresistas en 1856 entibió aún más esta posibilidad.

En Portugal, a la altura de 1853 y 1854 la idea de unión ibérica se extendía y gozaba de muchas simpatías entre buena parte de políticos e intelectuales de Lisboa y Oporto, si bien no se había generalizado en la mayoría de los portugueses. Para J.A. Rocamora, es justamente la falta de decisión de los iberistas españoles, tras la favorable situación de la Revolución de 1854, la que probablemente llevó a una recesión del iberismo portugués. Sin embargo, aún no asistiremos en Portugal a una reacción contra el iberismo que tendrá su momento álgido en la década de 1860. De hecho, en 1855, la oposición al iberismo en la prensa portuguesa sólo provenía de los miguelistas.

En 1865, con ocasión del tránsito hacia Europa del Rey de Portugal, una manifestación de unas dos mil personas se expresó en la estación de ferrocarril de Madrid a favor de Don Luis I, que aglutinaba, según ellos, a los monárquicos partidarios del iberismo y contrarios a Isabel II. Un sector del progresismo propugnaba esta solución para unir España y Portugal. Don Luis publicó una carta en la que oficialmente se manifestó como portugués y en la que daba a entender que rechazaba esa posibilidad.

La Revolución de 1868 estimuló en Portugal la unión ibérica. La actitud de Antero de Quental, que entendía que ambos países estaban obligados a superar la decadencia ibérica y dar paso a una república federada para extender la democracia a toda la Península, fue una opinión relativamente extendida entre las minorías político-intelectuales de Lisboa y Oporto. Otros preferían la unión dentro del constitucionalismo monárquico. Este sector, que tuvo cierta actividad en los años cincuenta y sesenta, como acabamos de ver, vio una nueva oportunidad de unión política en 1869, al tiempo que se planteaba el cambio dinástico del trono español.

En este momento (entre 1868 y 1870) es cuando hay que situar las principales manifestaciones escritas y populares del anti-iberismo en Portugal, como enseguida veremos.

Fueron varias las causas por las que los iberistas no tuvieron eco popular y, en definitiva, llevaron a que el iberismo no tuviese éxito.

El idioma y la historia de España y Portugal habían sido semejantes. Pero esa semejanza no implicaba identidad. Les separaban relativamente la lengua y, por parte portuguesa la historia, especialmente desde el siglo XVII, que en la imaginación colectiva de parte de los que constituían la opinión pública portuguesa se resumía en la idea de una potencia vecina que estaba al acecho para llevar a cabo la anexión. La diplomacia y la política españolas cometieron graves errores que, lejos de eliminar las suspicacias históricas, las aumentaron. Su disposición a intervenir en Portugal a lo largo del siglo XIX, casi siempre sin afanes de dominio territorial (salvo el intento de Godoy en ingenuo acuerdo con Napoleón), daba argumentos para pensar en un vecino prepotente que más que una unión podría llevar a cabo una anexión.

Sobre todo, faltaba un elemento subjetivo, el sentimiento popular de nación. Los iberistas no lograron que esta sensación se hiciera propia de los potenciales ibéricos y que tuviera la suficiente fuerza para superar los problemas descritos. Una de las claves del fracaso del iberismo fue el escaso arraigo popular. Fue algo de minorías elitistas, especialmente de Lisboa y Madrid.


Por otra parte, el sentimiento anticastellanista lejos de desaparecer creció en los años sesenta con la polémica iberista. De hecho, al agitar la amenaza española, ésta fue un revulsivo para fomentar el nacionalismo que se institucionalizó en lo que Fernando Catroga ha denominado El culto del Primero de Diciembre.

Los iberistas de los años cuarenta, cincuenta y sesenta hicieron mal los cálculos sobre la posibilidad de que se olvidara la idea de una España anexionista de Portugal por los beneficios que la unión reportaría y el surgimiento de un ideal ibérico con un nuevo papel en el mundo.

Por el contrario, se reavivó una reinterpretación histórica: la presentación de la separación de Portugal y España de 1640 con una naturaleza nacionalista y de soberanía popular, trasponiendo anacrónicamente las ideas colectivas del siglo XIX al XVII. Todos los géneros fueron utilizados para cantar la gesta de la formación de la nación portuguesa. Tuvo éxito. Lo que no había logrado el iberismo lo consiguió su opuesto: difundirse entre amplias capas de la población.

«El reinado de Isabel II. La España liberal».
Historia de España, 22.
HISTORIA 16, 1996.


*Catedrático de Historia Contemporánea de la Universidad de Cantabria, Santander.

No hay comentarios:

Publicar un comentario