sábado, 9 de febrero de 2013

¿Necesidad de una violencia revolucionaria anarquista?

Detención de Ravachol
RODERICK KEDWARD

¿Era la cooperación la mejor arma para luchar contra esta imagen de la explotación? Este remedio parecía a muchos anarquistas demasiado intelectual y utópico; encontraban una solución más adecuada cuando, en contradicción con su natural moderado, clamaban por «la revolución permanente por medio de la palabra hablada y escrita; el puñal, el rifle, la dinamita… Todo medio ilegal es bueno para nosotros». Kropotkin no era en absoluto violento, pero no pudo apartarse de la tradición revolucionaria del anarquismo por mucho que prefiriera una solución más pacífica. Su pregón para la revolución fue, sin embargo, más celebrado que su llamada a la cooperación.

En Europa y América los anarquistas habían descubierto las posibilidades de la violencia, sin necesidad de que se lo indicara Kropotkin, ni cualquier otro teórico. La violencia se convirtió, a finales del siglo XIX, en la más espontánea y dramática de las respuestas anarquistas: la sociedad tenía que transformarse con asesinatos, bombas y acciones terroristas individuales. Para la opinión pública, anarquía se convirtió rápidamente en sinónimo de violencia y las palabras del presidente Theodore Roosevelt en 1901 resumen la reputación ganada por los anarquistas en dos décadas de terror: «El anarquismo es un crimen contra la Humanidad y todos los hombres deberían formar un frente común contra los anarquistas».

Tanto en estas palabras como en la opinión pública, los anarquistas que mataron al presidente de Francia, Carnot, a la emperatriz Isabel de Austria, a policías de todos los países, al presidente de Estados Unidos, McKinley, a espectadores de teatro, clientes de café y otros, fueron los responsables de iniciar una era de violencia. Los anarquistas replicaron a esta imputación acusando al gobierno, a la iglesia, al capital y a la propiedad privada de gobernar por medio de la violencia, e insistieron en que su violencia no era más que ejercer el derecho a la autodefensa. La historia, replicaban, era una sucesión ostentosa de violencias sancionadas por la autoridad. Cantaban en son de burla:

¡Adelante soldados cristianos! Vuestro deber es claro.
Asesinad a vuestros vecinos cristianos o sed asesinados por ellos.
De los púlpitos brotan líquidos fuertes y efervescentes.
Dios desde lo alto os incita a robar, violar y matar.
Vuestros actos son bendecidos por el Cordero de las alturas.
Amad al Espíritu Santo, y asesinad, rezad y morid.

El tono agresivo de esta parodia tipificaba un clima de violencia. No hay duda de que un anarquista como Ravachol, cuyas bombas aterrorizaban París en 1892, creía que sus acciones eran defensivas, pero se unieron a una espiral de violencia pública y privada que dio mayor poder a la policía, al ejército y al gobierno y que no minó en absoluto la autoridad. Como medios para alcanzar la sociedad ideal fueron discutidos acaloradamente por los propios anarquistas, y los terroristas fueron considerados figuras marginales, aisladas, en la frontera de los movimientos anarquistas.

Pero no sorprende que la violencia ocupara continuamente los titulares de los periódicos y, como consecuencia, no se hizo justicia a las demás posiciones anarquistas surgidas en el curso del siglo…

Los anarquistas:
Asombro del mundo de su tiempo

Ediciones Nauta, Barcelona, 1970.

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