sábado, 1 de noviembre de 2014

La Revolución rusa, una revolución libertaria


A los noventa años de la Revolución Rusa

Introducción


La Revolución Rusa, que tuvo lugar hace ahora 90 años, fue, tras la Revolución Francesa, el momento tantas veces soñado por los trabajadores del mundo para alcanzar la emancipación social. En Petrogrado, en Moscú, en el Imperio ruso, que durante siglos había estado supeditado al poder absoluto de los zares, campesinos, obreros y soldados protagonizaron unas jornadas revolucionarias que conmocionaron al mundo. Prestigiosos historiadores, como Eric Hobsbawm, contemplan el siglo XX predominantemente desde el enorme impacto social y cultural producido por la Revolución de Octubre de 1917 en Rusia, una revolución que se inició en febrero de 1917, (marzo en el calendario europeo), con la abdicación del zar, y que se prolongó y triunfó posteriormente en octubre del mismo año (noviembre del calendario europeo) con la Toma del Palacio de Invierno por los revolucionarios. Una hola de solidaridad internacional sacudió los cimientos de la Tierra pues los proletarios, los parias de la Tierra, creyeron que se aproximaba el amanecer del socialismo para todos. Las esperanzas sin embargo se frustraron ya que no se produjo la tan esperada Revolución internacional. El sistema soviético, nacido de la revolución, derivó en un Estado totalitario y su ocaso se produjo a finales del siglo XX. El derrumbamiento del comunismo quedó bien simbolizado en la caída del muro de Berlín el 9 de noviembre de 1989. Desde esa perspectiva el siglo XX es un siglo corto que se inicia con el triunfo de la Revolución de Octubre y se cierra con la desaparición de la Unión Soviética[1]. Vivimos hoy en el nuevo escenario del poscomunismo. Ahora bien el fracaso de la Revolución de Octubre no significa que los ideales de igualdad, de justicia, de solidaridad, hayan pasado a mejor vida. Necesitamos aprender de los errores del pasado para avanzar, necesitamos también diagnosticar el presente a partir de nuestro inmediato pasado, reflexionar en suma a partir de la historia para abordar con mayor perspectiva y con mayor conocimiento de causa la nueva cuestión palpitante que es la cuestión de la posibilidad misma de promover el socialismo.


Prácticamente desde que se produjo la Revolución rusa comenzaron las tergiversaciones históricas y las sesgadas historias de prestigio. Es ya una idea recibida que los bolcheviques, guiados con mano maestra por Lenin, hicieron la revolución en Rusia para implantar el comunismo. Sin embargo la Revolución rusa no es, como pretenden demasiados historiadores, prácticamente un pleonasmo de la Revolución bolchevique, pese a que numerosos marxistas han forjado esta especie de imagen de marca de la Revolución en la que no aparecen los diferentes grupos de oposición al zar, y, entre ellos, las resistencias de anarquistas y libertarios. Intentaré mostrar que ni Lenin, ni el Partido bolchevique liderado por él, constituyen el único y principal motor de la Revolución rusa. El principal motor fueron los obreros y campesinos rusos reunidos en los soviets. Los consejos de obreros, campesinos y soldados inauguraron una nueva vía de expresión de la democracia directa.


La Rusia de los zares fue un Imperio tiránico, semifeudal, de carácter agrario, en el que la resistencia popular, especialmente campesina, encontró una razón para rebelarse en un ideal comunitario. El pensamiento de diferentes escritores y revolucionarios rusos como Bakunin, el «príncipe» Kropotkin, Lev Tolstoi, entre otros, fue un pensamiento antiautoritario que inspiró a diferentes tendencias del anarquismo ruso, desde el anarquismo individualista hasta el anarquismo comunista, desde el anarquismo que aceptaba la violencia y el recurso al terror, hasta el anarquismo pacifista partidario de la abolición de la pena de muerte y de la supresión de toda violencia. Todos ellos coincidían sin embargo en un sentimiento compartido: la fobia al Estado. Tras la Revolución de Octubre de 1917 los bolcheviques se hicieron con el poder, y, su gobierno se hizo en detrimento de los soviets, en nombre del centralismo democrático, de modo que acabaron por erigir un Estado autoritario que alcanzó su más terrible materialización bajo el poder dictatorial del camarada Stalin.


¿Cómo, por qué, a través de qué procesos una revolución popular, basada en la democracia de los consejos de trabajadores, acabó convirtiéndose en un sistema autocrático, caudillista, dictatorial? Para responder a esta cuestión, más que responsabilizar a Lenin, o a Stalin o a ambos, de la deriva absolutista, más que abordar la cuestión en términos de culto a la personalidad, me parece que es preferible dar un rodeo por el tipo de relaciones que mantuvieron los anarquistas rusos y los bolcheviques en los primeros años de la revolución: ¿Cuál fue el papel de los libertarios en la Revolución de Octubre? ¿Cuándo, cómo, por qué se produjo el enfrentamiento entre los anarquistas y los bolcheviques? Una expresión de la enorme sima de separación que se fue produciendo entre los comunistas rusos y los anarquistas la podemos encontrar no sólo en las memorias y testimonios de los anarquistas represaliados, sino también en la Gran Enciclopedia Soviética de 1950 en la que se definía del siguiente modo el término Anarquismo: «Corriente sociopolítica reaccionaria, pequeño burguesa, hostil al socialismo científico del proletariado, que bajo la forma de una negación de todo poder de Estado y de la lucha política, subordina los intereses del proletariado a los intereses de la burguesía, y niega la dictadura del proletariado»[2]. La manifiesta incompatibilidad que se produjo en Rusia entre el comunismo y el anarquismo tras la revolución, un enfrentamiento que venía de lejos, no debe darse por supuesta pues de hecho antes y durante el proceso revolucionario se produjo una estrecha colaboración de los revolucionarios en el interior de los soviets. Prueba de ello es que en 1922 un total de 633 miembros del Partido bolchevique habían sido antiguos anarquistas, de modo que el anarco-bolchevismo integrado en los soviets, y no los bolcheviques, fueron el alma de la Revolución de Octubre[3].


A finales del siglo XIX coexistían en los movimientos de la izquierda rusa diferentes posiciones políticas unidas por el objetivo común de derrocar al zar y poner término a un sistema político semifeudal. Partidarios de la acción directa de la izquierda revolucionaria, que no dudaron en apelar a la propaganda mediante los asesinatos y los actos terroristas —entre ellos un hermano de Lenin, Alexandr, que fue ejecutado por la justicia zarista—, nihilistas románticos, socialdemócratas partidarios de un gobierno democrático parlamentario, socialistas marxistas revolucionarios que preparaban la revolución generalmente desde el exilio, republicanos de la pequeña burguesía, seguidores del pacifismo auspiciado por Tolstoi, comunitaristas cristianos, y otros, incluidos los kadetes, componían el amplio fresco de los enemigos de la Rusia de los popes, de los enemigos de los aristócratas que monopolizaban la propiedad de la tierra, y de los zares.


La idea de que la Revolución rusa fue una revolución leninista reposa en el presupuesto implícito de que sólo los grandes hombres cambian la historia. Frente a los grandes hombres el pueblo anónimo queda tan sólo reducido a una especie de magma formado por sujetos sin atributos a quienes tan sólo les corresponde obedecer órdenes emanadas de unas minorías directoras. En las páginas que siguen trataré de plantear la necesidad de repensar la Revolución rusa a partir de la cooperación y de la confrontación interna entre el socialismo libertario y el marxismo revolucionario de los bolcheviques con el fin de plantear la necesidad de repensar en la actualidad la posibilidad de reconstruir, a partir de las experiencias del pasado, un socialismo democrático alternativo que nos permita avanzar frente al actual empuje neoliberal. El fin del comunismo no es el fin de la historia, sino más bien el fracaso de un Estado autoritario y burocrático que negó las libertades y reprimió con brutalidad toda disidencia.


Zarismo y represión penal


Fiodor Mijailovich Dostoievski, a quien su padre, el Doctor Dostoievski, había destinado a convertirse en ingeniero militar, abandonó la academia militar en 1844 y dos años más tarde publicó su primera novela: Las pobres gentes. Desde ese momento fue saludado no sólo como un gran escritor sino también como un socialista amigo del pueblo y por tanto enemigo de la autocracia de los zares. Al año siguiente Dostoievski frecuentaba los viernes la casa del escritor Petrashevski en donde un grupo de intelectuales leía y comentaba los escritos de Fourier, de Saint-Simon, de Proudhon, de Cabet. Entonces estaba a punto de estallar en las grandes ciudades de Europa la gran Revolución de 1848. El grupo contaba con una impresora clandestina en donde se imprimían textos que circulaban al margen del control de la censura. El 23 de abril de 1849 dos policías irrumpieron a las cuatro de la madrugada en la casa del joven Fiodor Dostoievski. En total 36 miembros del grupo Petrashevski fueron detenidos. En la biblioteca de Dostoievski la policía encontró varios libros prohibidos, entre ellos De la celebración del domingo de Proudhon, y las Entrevistas socialistas de Eugène Sue. Durante los meses que duró la instrucción del proceso Dostoievski estuvo recluido en una celda de la célebre fortaleza de Pedro y Pablo en donde más tarde también fue recluido Kropotkin. El príncipe anarquista ruso nos describe en sus Memorías algunos de los rasgos de este recinto carcelario en el que se imprimía a fuego, sobre el cuerpo de los condenados, la obligación de respetar la omnipotencia de los zares: «Durante ciento setenta años, desde la época de Pedro I, los anales de esta gran mole de piedra que se erige a orillas del Neva, frente al Palacio de Invierno, fueron anales de torturas y asesinatos, de hombres enterrados vivos, condenados a una muerte lenta o conducidos a la locura en la soledad de las oscuras y húmedas mazmorras. Aquí los decembristas, que fueron los primeros en proclamar en Rusia las ideas republicanas y la abolición de la esclavitud, sufrieron sus primeros martirios, dejando huellas que aún permanecen en esta Bastilla rusa. En esta fortaleza estuvieron encarcelados los poetas Riléiev y Shevchenko, Dostoievski, Bakunin, Chernishevski, Písarev y tantos otros contemporáneos. (…) Todas estas sombras se alzaban ante mí, pero mis pensamientos se fijaron especialmente en Bakunin, que había sido encarcelado después de 1848 y atado a la pared de una fortaleza austríaca durante dos años. Después fue entregado a Nicolás I, quien lo envió a la fortaleza seis años más, para finalmente salir, tras la muerte del zar de hierro, más vivo y lleno de fortaleza que sus camaradas que habían permanecido en libertad. Me dije a mi mismo: “Si él ha sobrevivido yo también puedo. ¡No sucumbiré aquí!”»[4].


El 16 de noviembre de 1849 se hizo pública la sentencia contra Dostoievski. Era condenado a la degradación, a la confiscación de todos sus bienes y a la pena capital. Tres días más tarde la piedad del zar hizo posible que la pena fuese conmutada por ocho años de trabajos forzados en Siberia. El día de Navidad de ese mismo año, con los grilletes puestos, iniciaba su viaje hacia la fría estepa siberiana en donde permaneció cuatro años. Conocemos los avatares de su estancia en el Gulag pues el propio Dostoievski nos lo contó en sus Recuerdos de la casa de los muertos [5]. El gran escritor ruso iniciaba así una saga de escritos sobre la colonia penitenciaria rusa que ponen bien de manifiesto los horrores del zarismo. Los campos de concentración siberianos son la otra cara de los lujosos palacios de San Petersburgo y Moscú. Por ellos pasaron intelectuales y revolucionarios como Dostoievski, Kropotkin, Lenin, Trotski, y más tarde, en los tiempos de Stalin, otros escritores como por ejemplo Alexandr Solzhenitsyn.


En la primavera y el verano de 1890 el escritor Antón Chejov hizo una expedición a la colonia penitenciaria siberiana. El mismo lo denominó un viaje al infierno. Fruto de ese viaje es el libro La isla de Sajalín en donde con el espíritu positivista del entomólogo pasó revista al degradado mundo de los reclusos[6]. Los malos tratos eran la norma, y el libro de Chejov sirvió al menos para mitigar las inhumanas condiciones de los penados de ambos sexos, y de los niños que malvivían en el archipiélago penitenciario.


Los responsables del aparato represivo de la Rusia de los zares inventaron el campo de concentración que los nazis convirtieron en campo de exterminio. Los confinamientos de los penados rusos en Siberia aparecieron así como la expresión material de la barbarie absolutista de los zares, una violación flagrante de los derechos humanos de los acusados.


Cuando se produjo la Revolución de Febrero de 1917 el 27 de febrero se organizó en Petrogrado un soviet de obreros y soldados que retomaba la tradición espontaneista, libertaria, de la Revolución de 1905. Cuando 3 de marzo de 1917 se produjo la abdicación del zar Nicolás II el regreso de los exiliados y de los deportados a Siberia dio un impulso decisivo a la revolución social. De hecho el 23 de octubre, tras producirse la ruptura entre el estado Mayor y el Comité Militar Revolucionario la guarnición de la Fortaleza de Pedro y Pablo se unió a la revolución. Era algo así como un nuevo asalto pacífico de la Bastilla. Al día siguiente el gobierno provisional atrincherado en el Palacio de invierno se rendía al poder soviético. El segundo Congreso de los Soviets, con mayoría bolchevique, asumió el poder y eligió un gobierno de comisarios del pueblo presididos por Lenin. Sin embargo los encierros inhumanos pervivieron bajo los gobiernos bolcheviques presididos por Lenin y por Stalin. Este último convirtió a la colonia penitenciaria en la más brutal expresión de su poder dictatorial.


En 1918, seis semanas después de la Revolución de Octubre, los bolcheviques crearon la Cheka (Comisión Extraordinaria Pan-Rusa) que, con la finalidad de «combatir la contrarrevolución y el sabotaje», se convirtió en realidad en la nueva policía política. Pocos días después se creó un tribunal revolucionario para juzgar y condenar a quienes organicen revueltas contra el Gobierno Obrero y Campesino, «a quienes se le opongan activamente o no le obedezcan, a quienes inciten a otros a ponérsele o a desobedecerle». Como señala E. H. Carr, quien en una historia abreviada de la revolución apenas habla del anarquismo, «en abril de 1918 fueron arrestados en Moscú varios cientos de anarquistas»[7]. Por su parte Solzhenitsyn escribe en Archipiélago Gulag lo siguiente: «Ya en la primavera de 1918 fluye una incesante riada de socialtraidores, una riada que duraría muchos años. Todos estos partidos —socialistas revolucionarios, mencheviques, anarquistas, socialistas populares— estuvieron haciéndose pasar por revolucionarios durante décadas, ocultos bajo una máscara, y si habían estado en presidio era también para seguir fingiendo. Y sólo bajo el impetuoso cauce de la revolución se descubrió la esencia burguesa de estos “socialtraidores”. ¡Qué cosa más natural, pues, que proceder a su arresto! Tras los kadetes, tras la disolución de la Asamblea Constituyente y el desarme del regimiento de Preabrazhenski y otros, empezaron a arrestar poco a poco, primero disimuladamente, a socialistas revolucionarios y a mencheviques. Desde el 14 de junio de 1918, día en que fueron expulsados de todos los soviets, estos arrestos fueron más numerosos y frecuentes. A partir del 6 de julio se llevaron también a los socialistas revolucionarios de izquierdas, que de manera pérfida y prolongada se habían hecho pasar por aliados del único partido consecuente del proletariado. A partir de entonces bastaba que en cualquier fábrica o en cualquier pequeña ciudad hubiera cierta agitación obrera, descontento o huelgas (hubo muchas en el verano de 1918, y en marzo de 1921 sacudieron Petrogrado, Moscú y después Kronstadt, que forzaron el establecimiento de la NEP), para que a la vez que se calmaba a la población , haciendo concesiones para satisfacer las justas reivindicaciones de los trabajadores, la Cheka apresara en silencio, de noche, a mencheviques y socialistas revolucionarios como auténticos culpables de aquellos disturbios. En el verano de 1918 y en octubre de 1919 se encarceló en masa a los anarquistas»[8]. ¿Se trata de la opinión infundada de un contra revolucionario? Todo parece indicar que no, aunque habrá que esperar a que hablen los archivos mantenidos durante casi un siglo sometidos a la ley del silencio.


La primera sentencia de muerte decretada por el tribunal revolucionario tuvo lugar en junio de 1918. Hasta entonces la pena de muerte había sido abolida pues el II Congreso Pan-Ruso de los Soviets la abolió «incluso en el frente». En ese mismo año de restablecimiento de la pena de muerte, en 1918, Lenin publicó el libro La revolución proletaria y el renegado Kautsky en el que lanzaba un ataque contra el reformismo socialdemócrata en nombre de la Revolución proletaria mundial. El término socialdemócrata fue sustituido por el de comunista que era una expresión con la que frecuentemente se conocía a los anarquistas comunitaristas. Son numerosos los testimonios de los crímenes del estalinismo, así como los relatos que nos hablan de los horrores del gulag. El libro de Solzhenitsyn es, en este sentido, impresionante, pero no es el único como ponen de manifiesto las obras de Varlam Shalamov, D. Vitkovski y E. Guizburg, entre otros. Sin embargo Solzhenitsyn en materia penitenciaria no establece una radical diferencia entre Lenin y Stalin. ¿Cómo, por qué se pasó de la democracia de los soviets a la perpetuación del peor absolutismo zarista en la época de Stalin? Para tratar de responder es preciso que antes demos un pequeño rodeo por las controvertidas relaciones entre el anarquismo y el marxismo.


Anarquismo y marxismo


Son bien conocidas las polémicas que se produjeron en el siglo XIX entre Marx y Proudhon, y Marx y Bakunin. En términos generales lo que diferenciaba a Marx y sus seguidores de los dos inspiradores del anarquismo era su planteamiento político frente al planteamiento predominantemente social de los libertarios. Para Marx la toma del poder por el proletariado era la condición ineludible para instaurar el socialismo mientras que el cooperativismo y mutualismo de Proudhon, la creación de comunas, las políticas prácticas, experimentales, de autogestión, de colectivización, es decir, las experiencias de democracia directa de los productores, sentaban las bases de la emancipación de los propios trabajadores. En el Congreso de la AIT que tuvo lugar en Génova del 3 al 8 de septiembre de 1866 estalló ya de forma abierta el debate entre los delegados franceses proudhonianos y las tesis políticas de Marx defendidas por el Comité Central de la AIT. Para Marx el movimiento cooperativista era limitado, por lo que, como expresaba el manifiesto fundacional de la AIT de 1864 «el gran deber de la clase obrera es conquistar el poder político». Los cooperativistas, por su parte, consideraban que la extensión de las experiencias de vida y trabajo alternativas constituían la verdadera vía de solución de la cuestión social. Así lo pone de manifiesto Proudhon en su libro póstumo publicado también en 1864 y titulado La capacidad política de la clase obrera. En esa obra Proudhon presenta como se debe entender la revolución desde un punto de vista antiautoritario: «Una revolución social, como la de 1789, continuada por la democracia obrera, es una transformación que se cumple espontáneamente en todas y cada una de las partes del cuerpo político. Es un sistema que sustituye a otro sistema, un organismo nuevo que reemplaza a una organización decrépita. Más esta sustitución ni se hace en un instante, ni se verifica por mandato de un maestro armado de su teoría, ni bajo la palabra dictada por ningún iluminado. Una revolución verdaderamente orgánica, por más que tenga sus mensajeros y sus ejecutores, no es obra de nadie en particular. Es una idea que se presenta por de pronto elemental y asoma como un germen, sin presentar nada de notable y aun pareciendo tomada de la sabiduría popular, pero que luego, de improviso, adopta un desarrollo imprevisto y llena al mundo con sus instituciones»[9].


En el congreso de la AIT que tuvo lugar en Basilea en septiembre de 1869 Bakunin defendió el papel de las minorías a la hora de iniciar la Revolución. Defendió también que es la sociedad quien forma a los individuos. Y por último propuso «la destrucción de todos los Estados nacionales y territoriales y sobre sus ruinas construir el Estado internacional de millones de trabajadores». Sin embargo el gran enfrentamiento entre Marx y Bakunin estalló a partir de la famosa Comunicación Confidencial del Consejo General que se saldó con la ruptura entre la AIT y la Alianza de la Democracia Socialista de Bakunin y los anarquistas. En esa Comunicación Marx calificaba a Bakunin como «uno de los hombres más ignorantes en el terreno de la teoría social». El Consejo General belga de la Internacional enviaba el 16 de enero de 1969 una carta dramática a los escindidos de la Alianza en la que entre otras cosas les decían: «Al igual que vosotros somos enemigos de todo despotismo y reprobamos toda acción política que no tenga por objetivo inmediato y directo el triunfo de la causa de los trabajadores contra el capital (…) Al igual que vosotros reconocemos que todo los Estados políticos y autoritarios, actualmente existentes, deben reducirse a simples funciones administrativas de servicios públicos en sus países respectivos, y desaparecer finalmente en la unión universal de las libres asociaciones, tanto agrícolas como industriales. Al igual que vosotros, en fin, pensamos que la cuestión social no puede encontrar su solución definitiva y real más que sobre la base de la solidaridad internacional universal de los trabajadores de todos los países. Sólo tenemos un país, el Globo; una única patria, la Humanidad»[10].


Mas allá de las diferencias entre los pretendidamente intelectuales burgueses burocratizados, que formaban parte de la AIT, y los obreros federalistas y descentralizadores defensores de la autogestión de la sociedad, integrados en la Alianza, todos ellos, tanto los marxistas como los anarquistas, compartían la fobia al Estado. Diferían sin embargo abiertamente sobre el papel del Estado en el proceso de transición al socialismo.


La tradición antiestatalista, compartida por el grueso del movimiento obrero, se explica por la permanente política de persecución, hostigamiento y violencia desplegada por los gobiernos burgueses contra los trabajadores. La represión sangrienta, mediante el recurso al aparato militar, las detenciones policiales, los juicios sumarísimos, las deportaciones estaban a la orden del día. Correlativamente durante todo el siglo XIX se produjo una extensa literatura contra el Estado que iba desde las proclamas antigubernamentales de Godwin hasta el Así habló Zaratustra de Nietzsche, pasando por El individuo contra el Estado de Herbert Spencer[11].


Karl Marx, a diferencia de Lassalle, vio siempre al Estado burgués como la encarnación de la dictadura de clase. También los anarquistas, inspirados en el pensamiento de Stirner, de Spencer, y también en el Zaratustra de Nietzsche, consideraron al poder estatal como el enemigo a abatir. Pero mientras que los anarquistas proponían tras la destrucción del Estado burgués el libre y espontáneo desarrollo de la sociedad libertaria autogestionada, Marx y Engels defendieron la necesidad de que las clases trabajadoras se apropiasen del Estado para destruir el orden burgués y, a través de la dictadura del proletariado, abrir el camino hacia el socialismo.


En el otro polo, en el marco de la burguesía, mientras que los liberales defendieron su proyecto de la sociedad de mercado, que implicaba la reducción del poder del Estado a la mínima expresión, los conservadores defendieron la necesidad de que una elite del poder ejerciese su dominio sobre las masas ignorantes y mantuviese intactas las instituciones legítimas heredadas.


Entre estas posiciones extremas únicamente los socialdemócratas moderados y los republicanos defendieron la necesidad de un Estado social, un Estado democrático y de derecho, expresión de la voluntad popular y que a través de instituciones de propiedad social fuese capaz de articular una sociedad relativamente integrada. Sin embargo esta posición fue, en el primer cuarto del siglo XX sometida a una dura crítica por los seguidores del marxismo y del anarquismo, partidarios todos de la revolución proletaria. Entre las obras canónicas de la nueva concepción del Partido y del Estado podemos citar Reforma y revolución, de Rosa Luxemburgo que se publicó en 1900 contra el revisionismo de Bernstein, así como algunas obras canónicas de Lenin. En su libro ¿Qué hacer?, publicado en 1902, Lenin define las tareas del Partido político revolucionario, y en El Estado y la revolución, que se publicó en 1917, en íntima relación con la Revolución rusa, plantea la cuestión de la transición al socialismo. En esta última obra Lenin defiende una vez más la necesidad de apelar a la dictadura del proletariado para consolidar la revolución. «El proletariado, escribe, tiene necesidad del Estado, de la organización centralizada de la fuerza y de la violencia, con el fin de aplastar la resistencia de los explotadores y también para guiar a las grandes masas de la población (campesinos, capas inferiores de las clases medias, semi-proletariado) en la obra de reconstrucción socialista». Por último, en 1923 vio la luz el influyente libro de G. Lukacs, Historia y conciencia de clase en donde el intelectual húngaro, discípulo de Max Weber y de Simmel, pero también leninista acérrimo, aborda la cuestión de la organización para la revolución y avala el predominio del partido sobre las masas pues, como afirma textualmente en su libro, tan sólo el partido revolucionario «posee una visión de conjunto del entero camino histórico».


El domingo sangriento


El 22 de enero de 1905 una gran multitud se dirigía pacíficamente en San Petersburgo hacia el Palacio de Invierno para pedir justicia al Zar Nicolás II. El ejército cargó brutalmente contra los manifestantes causando cien muertos y centenares de heridos. A partir de entonces las protestas populares se sucedieron en cascada. El 15 de junio tuvo lugar la insurrección de los marineros del acorazado Potemkin que enarbolaron la bandera roja de la revolución social. Eisenstein inmortalizó en una película los acontecimientos. Del 20 al 30 de octubre de ese mismo año los trabajadores convocaron una huelga revolucionaria, de modo que Nicolás II terminó promulgando el Manifiesto de Octubre en el que prometía libertad de asociación, libertad de expresión y apertura de la Duma, el Parlamento, así como elecciones libres. Tras las elecciones, y en un clima de Cortes constituyentes, el Zar optó a los 73 días por disolver el Parlamento. Sin embargo la dinámica social de protestas que se había abierto en Rusia en 1905, motivada en buena medida por el descontento popular frente a la guerra ruso-japonesa, señalaba un cambio de rumbo respecto al Antiguo Régimen.


El interés de los intelectuales europeos por Rusia se había avivado con las guerras napoleónicas y creció con el importante desarrollo de la literatura rusa. Como observó Maximilian Rubel no es una exageración afirmar que Marx dedicó los últimos años de su vida a descifrar el misterio de la revolución en Rusia, interés que no era ajeno al duro enfrentamiento mantenido con Bakunin en el seno de la AIT. En unas anotaciones de Marx a Estatismo y anarquía de Bakunin reprochaba al revolucionario ruso la creencia de que una revolución económica pueda surgir en cualquier tipo de sociedad. Para Marx la revolución en una perspectiva socialista requiere previamente la industrialización y la revolución burguesa, es decir, unas condiciones sociales e intelectuales propias de un tipo de sociedad económicamente desarrollada. No es extraño por tanto su reproche a Bakunin: «¡Pretende que la revolución social europea, fundada sobre la base económica de la producción capitalista sea efectuada por los agricultores y pastores rusos y eslavos…! El voluntarismo y no las condiciones económicas es la base de su revolución socia»[12]. Marx creía que en Rusia había condiciones para una revolución rural antiseñorial, y que esta podría coexistir con la revolución proletaria en Occidente. Así lo ponen de relieve Marx y Engels en el prólogo a la segunda edición rusa del Manifiesto comunista, un año antes de la muerte de Marx.


Rubel defiende la idea de que frente a la concepción de Marx, para quien el proletariado es el sujeto consciente que opera su propia emancipación rompiendo las cadenas de la explotación capitalista, Lenin planteó la necesidad de que una minoría consciente, organizada jerárquicamente en el interior del partido revolucionario, fuese la responsable de inculcar en el proletariado, desde fuera, la conciencia revolucionaria. Así fue como se pasó de la autodeterminación de la clase obrera a la sumisión de la clase obrera a la iniciativa del Partido Comunista, convertido en la verdadera vanguardia de la revolución. «¡Dadnos una organización de revolucionarios y removeremos a Rusia de sus cimientos!», escribió Lenin en el ¿Qué hacer?. Por delante aún de esa vanguardia, en consonancia con una organización que reposaba sobre el llamado centralismo democrático —una contradicción en los términos— reinaba a sus anchas el Secretario General del Partido, convertido en el dirigente máximo dotado de poderes totales. Se comprende así la tesis de Rubel según la cual «sin Lenin no hay Stalin». Fue Lenin quien defendió la subordinación de la voluntad de miles de hombres a la de uno sólo, y quien defendió que «la experiencia irrefutable de la historia muestra que la dictadura personal ha sido con mucha frecuencia, en el curso de los movimientos revolucionarios, la expresión de la dictaduras de las clases revolucionarias, su portadora y su vehículo»[13]. En este sentido ni Lenin ni Stalin estaban muy alejados de los teóricos del elitismo, de los pensadores neomaquiavélicos, para quienes únicamente las élites pueden dirigir a las masas ignorantes. El triunfo de la Revolución de Octubre, construida con estos mimbres, impidió que se impusiese a la vez el triunfo de la democracia. Como señaló Lenin el 8 de marzo de 1918 ante el VII Congreso del Partido «el viejo concepto de democracia ha quedado superado en el proceso de desarrollo de nuestra revolución».


Rosa Luxemburgo, en un escrito de 1903-1904 sobre la organización de la socialdemocracia rusa planteó un problema sociológico interesante que suponía un paso más en las reflexiones de Marx: «¿Qué sentido tenía crear en Rusia un partido socialdemócrata si en el país, por su carácter agrario y semifeudal, no se había instaurado aún un dominio de la burguesía sobre el proletariado?» A la pregunta se podía responder apelando a un frente único reformista y de oposición al Zar, pero también apelando a una revolución que quemase con celeridad la etapa de la revolución burguesa. Por parte de los anarquistas Kropotkin, en La conquista del pan, planteaba la necesidad de no abandonar, en aras del obrerismo, el papel revolucionario del campesinado. Por su parte los bolcheviques se constituyeron en un grupo de revolucionarios profesionales dispuestos a sustituir al poder absoluto de los zares por el poder del Partido Bolchevique. Sirva de prueba el testimonio de la época del escritor Máximo Gorki tras el triunfo de la revolución: «¿Una República soviética? Palabras huecas. En realidad se trata de una república oligárquica, una república de un sólo comisario popular. ¿En qué se han transformado los soviets locales? En apéndices pasivos y esclavos del “Comité de Guerra Revolucionario” bolchevique, o en comisarios nombrados desde arriba»[14].


Rusia, el país de Dostoievski y Tolstoi, el país de Bakunin y Kropotkin, no reaccionó contra el zar Nicolás II aguijoneado por los bolcheviques, como erróneamente sostiene la vulgata marxista al uso. La resistencia fue eminentemente socialista y anarquista hasta el punto de que se podría formular la tesis de que la Revolución rusa fue sobre todo una revolución libertaria, una revolución antiautoriataria basada en el odio al Estado, en el cuestionamiento de la democracia parlamentaria, y, correlativamente, en la fe ciega en la democracia directa.


Entre la Revolución de Febrero de 1917 que obligó a abdicar al zar, y que puso término a un inmenso Imperio que duró dos siglos, y la Revolución de Octubre, que abrió el camino al poder de Lenin y de su partido, se encuentra una organización de masas de carácter predominantemente socialista y anarquista que hizo posible una revolución social antes de que se produjese la revolución política operada por los bolcheviques: los soviets. La organización de los soviets, la formación en las fábricas, en las ciudades y en los pueblos de los consejos de obreros, campesinos y soldados, permitió crear un nuevo tipo de asociaciones asamblearias, antiautoritarias, vertebradas por la democracia popular. El soviet de Petesburgo que Trotski llegó a presidir en 1905, se constituyó oficialmente el 27 de febrero de 1917 y en ese mismo día hizo un llamamiento a todas las Rusias para mantenerse en el combate hasta llegar a instaurar un gobierno revolucionario. Al mismo tiempo la Duma había constituido un «Comité para el restablecimiento del orden y las relaciones con las instituciones y las personalidades», de modo que cuando el zar abdicó se enfrentaban en Rusia dos concepciones diferentes de la democracia: la democracia parlamentaria, representativa, y la democracia directa de los soviets. Las tesis de abril de Lenin, en las que proclamaba ¡Todo el poder a los soviets!, se caracterizan precisamente por apoyar de forma decidida el poder popular de los soviets, es decir, la democracia directa constituida a partir de la experiencia de la Comuna de París.


El soviet de Petesburgo, con mayoría anarquista y socialista, dio entre febrero y octubre de 1917 claras pruebas de moderación apoyando la propuesta de Sujanov de aceptar una Duma siempre y cuando se profundizase en el proceso de democratización. Cuando el Gobierno provisional se constituyó se entrevistó inmediatamente con los delegados del soviet. Paralelamente a la constitución del gobierno los anarquistas comenzaron a profundizar el proceso de revolución social transformando las instituciones, ocupando las fábricas y autogestionándolas, reglamentando en ocho horas la jornada laboral, socializando la tierra a partir del lema de que la tierra es para quien la trabaja. Paralelamente, en plena guerra, los libertarios procedieron a sustituir la disciplina prusiana reinante en el ejército zarista por la formación de un ejército popular. Con independencia del poder político entre febrero y octubre los anarquistas inspiraron en Rusia una revolución social. Como escribió Marc Ferro, un buen conocedor de la historia de la Revolución, «los soviets no sólo desempeñaban el papel de un contrapoder, de una fortaleza proletaria, en una sociedad burguesa, encargados de garantizar la instauración de instituciones democráticas. Eran a la vez el instrumento de la destrucción del Antiguo Estado y el embrión de un nuevo Estado proletario, semejante a la Comuna de París»[15].


Los bolcheviques y el poder


En la primavera de 1902 salió a la luz el ¿Qué hacer? de Lenin, un libro en el que el gran dirigente bolchevique defendió que sin teoría revolucionaria no hay movimiento revolucionario, y que el movimiento espontáneo de los trabajadores no pude ir más allá de las reivindicaciones puntuales de carácter sindical, por lo que la misión de un partido revolucionario es aportar a las masas, desde el exterior, el conocimiento científico socialista[16]. Por esto la tarea de un verdadero partido socialdemócrata es «combatir la espontaneidad» del movimiento obrero. Para Lenin la misión del Partido Bolchevique era reunir a un grupo selecto de revolucionarios profesionales, «un estado mayor de agitadores profesionales», que, convertidos en un ejército en lucha contra los autócratas y contra la burguesía, educase a la clase obrera, desarrollase su conciencia política, y la preparase para la revolución social y política. Lenin hizo del Partido Bolchevique «un ejército permanente de combatientes experimentados encargados de llevar a cabo la insurrección armada del pueblo». Para preparar la guerra civil, la prensa revolucionaria, la propaganda, la agitación son armas indispensables. Con ellas esta minoría consciente, totalmente entregada a la causa de la revolución, proporciona el fuego de su espíritu a las masas en una lucha de clases sin cuartel. «Lo que necesitamos es una organización militar de activistas», exclama Lenin. La concepción leninista del partido se sitúa en las antípodas del valor que conceden los anarquistas a la democracia obrera y al desarrollo espontáneo de las masas. Más lejos aún queda el pacifismo de los anarquistas seguidores de las doctrinas de Tolstoi. De hecho las distancias entre el marxismo y el anarquismo habían sido subrayadas por J. Plejanov, el introductor del marxismo en Rusia. Plejanov publicó en alemán en 1894 un interesante escrito titulado Contra el anarquismo, en el que se enfrenta a Kropotkin, Bakunin, y a toda la tradición anarquista por considerarla la otra cara del laissez-faire. El hecho de dedicar al anarquismo un libro de impugnación no deja de ser un reconocimiento de la fuerza creciente de los libertarios en Rusia. Por otra parte, entre los miembros del Partido Bolchevique uno de los primeros en impugnar el anarquismo fue Stalin en 1907. En un marco por tanto de un pensamiento marxista ruso enormemente contrario al anarquismo resulta aún mucho más excepcional la posición conciliadora de Lenin en 1917[17].


Lenin entró en la estación de Finlandia de Petrogrado, en el famoso vagón blindado, tras la Revolución de Febrero que se saldó con la caída del Zar. Se disputaban entonces el poder de un lado los soviets, y del otro el gobierno provisional. Lenin, en las famosas Tesis de abril, optó por el poder de los soviets: «¡Todo el poder a los soviets!» Pero la proximidad con los planteamientos anarquistas es aun más diáfana en El Estado y la revolución, un libro escrito entre abril y agosto de 1917 y en el que abundan los guiños a los planteamientos libertarios. He aquí un ejemplo: «Marx está de acuerdo con Proudhon en el sentido de que ambos están a favor de la “demolición” de la actual máquina del Estado. Esta similitud del marxismo con el anarquismo (tanto con Proudhon como con Bakunin) ni los oportunistas ni los kautskistas la quieren reconocer pues, sobre este punto, se han alejado del marxismo»[18]. Lenin consideraba que la revolución en Rusia era la prolongación de la Comuna de París defendida con ardor por los libertarios. Mantiene sin duda las distancias entre marxismo y anarquismo en lo que se refiere a la distinción entre extinción y supresión del Estado pero, frente al ¿Qué hacer? ahora es el proletariado y no el partido «la vanguardia armada de todos los explotados y de todos los trabajadores a la que es preciso subordinarse»[19]. El poder del Comité Central y del secretario general son sustituidos por el poder social del proletariado en lucha, de modo que los anarquistas nada tienen que temer de un Estado soviético en sentido estricto, pues los soviets son la verdadera expresión de la voluntad popular. Aún más, para subrayar su posición en la izquierda revolucionaria, a favor de una mayor democracia y en lucha abierta contra la burocratización, Lenin, al final de El Estado y la revolución, no se ahorra un comentario despectivo contra «Kropotkin y consortes que andan al rabo de la burguesía»[20]. De hecho Kropotkin, tras su llegada a Rusia en junio de 1917, había adoptado una posición moderada y conciliadora, hasta el punto de que fue invitado por Kerenski a incorporarse como ministro del gobierno provisional, ofrecimiento que el viejo anarquista rechazó sin dudar pues lo consideraba incompatible con su oposición a toda forma de Estado. Por otra parte La conquista del pan, un libro que se publicó por vez primera en París en 1892, constituía un verdadero programa de transición al socialismo a partir de las colectivizaciones locales. Es lógico que Lenin considerarse a Kropotkin un adversario a neutralizar.


En 1904 Rosa Luxemburgo había publicado en Die Neue Zeit, la revista teórica del SPD dirigida por Kautsky, un artículo titulado «Problemas de organización de la socialdemocracia rusa» en el que cuestionaba la tendencia ultracentralista de los bolcheviques que «rebajan al proletariado combativo a la condición de un instrumento dócil de un “comité”». Acusa al Lenin del ¿Qué hacer? de privilegiar el control sobre la actividad revolucionaria y de tener una concepción demasiado mecanicista de la organización socialdemócrata: «Conceder a la dirección del partido ese poder absoluto de carácter negativo que Lenin propone, implica elevar a una potencia peligrosísima el carácter conservador que tiene esencialmente toda dirección»[21].


En 1918 Rosa Luxemburgo escribió en la cárcel un texto sobre «La revolución rusa». Tras saludar la revolución como «el acontecimiento más grandioso de la guerra mundial» pasó a realizar un análisis crítico en el que cuestionaba la abolición de la democracia popular por los bolcheviques, su «rechazo de plano de las representaciones populares. La libertad que se concede únicamente a los partidarios del gobierno y a los miembros del partido, por numerosos que sean estos, no es libertad. La libertad es solamente libertad para los que piensan de otro modo. (…) La dictadura de Lenin y Trotski parte de un presupuesto tácito, según el cual la revolución socialista es cosa que ha de hacerse mediante una receta que tiene preparada el partido de la revolución. Sin embargo sin sufragio universal, libertad ilimitada de prensa y de reunión, y sin contraste libre de opiniones, se extingue la vida de toda de toda institución pública, se convierte en una vida aparente, en la que la burocracia queda como único elemento activo»[22]. Rosa Luxemburgo denunciaba ya en 1918 la posibilidad de que la revolución de los soviets derivase en «una dictadura de un puñado de políticos. Una vez en el poder —escribe—, la tarea histórica del proletariado es sustituir la democracia burguesa por la democracia socialista y no abolir toda clase de democracia». El error de base es contraponer dictadura y democracia, un error no sólo compartido por Lenin y Trotski sino también por el renegado Kautsky que, a diferencia de los bolcheviques opta por la democracia burguesa frente a la dictadura del proletariado. Para Rosa Luxemburgo, que a diferencia de leninistas y socialdemócratas compartía con los anarquistas la confianza en la democracia de masas como fuente de la experiencia y transformación política, «la democracia socialista no es otra cosa que la dictadura del proletariado».


La posición intelectual de Lenin en El Estado y la revolución contrasta tanto con la materialización efectiva del poder del Estado en manos de los bolcheviques, tras el triunfo de la Revolución, que nos podríamos preguntar si los textos de Lenin no están movidos por el oportunismo político. Rosa Luxemburgo excluye la mala fe de los bolcheviques y atribuye las limitaciones de la democracia popular al hostigamiento imperialista, a la falta de solidaridad con la revolución del proletariado internacional, al aislamiento del país y al agotamiento provocado por la guerra.


La primera desavenencia entre bolcheviques y anarquistas se produjo inmediatamente después de la Revolución de Octubre con motivo de las elecciones a la Asamblea Constituyente, pues los anarquistas consideraban que las elecciones suponían un retroceso frente a la democracia de los soviets. Las elecciones tuvieron sin embargo lugar el 15 de noviembre y de los 707 escaños los bolcheviques tan solo consiguieron 175. Los vencedores de esta contienda electoral fueron los socialistas revolucionarios que obtuvieron 370 diputados. Cuando la Asamblea se reunió en enero de 1918 los anarquistas la boicotearon. El anarquista Anatoli Zhelesniakov, al mando de un destacamento de marinos, dispersó a los diputados y el gobierno de los Comisarios del Pueblo, encabezado por Lenin, firmó el 6 de enero el decreto de disolución de la Asamblea que convertía la dispersión en un hecho consumado pues a su juicio la Asamblea tan sólo era representativa de un pasado ya superado. Una vez más anarquistas y bolcheviques se encontraban unidos en torno a la centralidad de los consejos de trabajadores. A partir de entonces la acción del gobierno pasó a sustituir a la democracia de los soviets y la estrecha colaboración mantenida entre bolcheviques y anarquistas, durante e inmediatamente después de la revolución, se comenzó a romper para pasar a convertirse en un abierto enfrentamiento. Cuando en ese mismo enero de 1918 tuvo lugar el III Congreso Pan-Ruso de los Soviets las divergencias entre anarquistas y bolcheviques afloraron: unos confiaban ciegamente en la creatividad auto-organizada de las masas, los otros en la acción centralizada y disciplinada del gobierno central. El maestro y anarquista Anatoli Gorélik publicó en Berlin en 1922 una memoria titulada Los anarquistas en la Revolución rusa en la que defiende que la mayor parte de los anarquistas, a pesar de sus críticas al centralismo, colaboraron con los bolcheviques en las instituciones de gobierno[23]. Una de las principales fuentes de discordia entre anarquistas y bolcheviques fue el Tratado de Paz de Brest-Litovsk firmado en marzo de 1918 que estipulaba unas condiciones humillantes para el nuevo Estado soviético. Los bolcheviques trataron de apagar las protestas anarquistas recurriendo a la Cheka.


Es bien conocida la vieja polémica entablada entre marxistas y libertarios sobre la naturaleza de la revolución y de la democracia. Mientras que los marxistas reclaman la revolución para tomar el poder e instaurar desde la cúspide del viejo Estado la dictadura del proletariado que abolirá el capitalismo y dará paso al socialismo, los libertarios, contrarios al monstruo frío del Estado y a toda dictadura, incluida la del proletariado, son partidarios de las colectivizaciones, la autogestión, la creación de espacios sociales socializados, y de la democracia directa. La Revolución rusa fue por tanto una revolución popular, predominantemente de carácter libertario que, especialmente a partir del enfrentamiento de Kronstadt fue instrumentalizada por los bolcheviques en beneficio de su propio poder. Marc Ferro nos recuerda con agudeza que «la consigna “Todo el poder a los soviets” gana primero la sección obrera del soviet de Petesburgo, luego el soviet de Moscú y más tarde decenas de soviets de obreros y soldados. De modo que la bolchevización no proviene de una adhesión explícita al Partido Bolchevique, sino de una adhesión masiva a las consignas de las instituciones revolucionarias (comités de fábricas, guardia roja, etcétera), que se organizan y se burocratizan para sobrevivir, antes de injertarse en el partido bolchevique»[24].


¿Cómo pudieron los bolcheviques imponer al poder popular horizontal una estructura piramidal de poder avalada por el centralismo democrático y más concretamente la personalización del poder en Lenin, y más tarde en Stalin? Sin duda el Partido Comunista dirigido por Lenin, un partido férreamente disciplinado, instrumentalizó la democracia directa en su favor en un clima de guerra y tras la intentona del golpe militar de Kornilov. Los bolcheviques controlaban además para ello la prensa política, lo que facilitó un rápido crecimiento de sus militantes, y contaban con revolucionarios profesionales, como Lenin y Trotski, que eran también oradores convincentes en las asambleas. Antes de la Revolución de Octubre Trotski presidía el influyente soviet de Petesburgo del que se sirvió para crear el Comité Militar Revolucionario Provisional (PVRK) que jugó un importante papel desencadenante de las jornadas de Octubre. Los anarquistas, que en torno a 1917 contaban con unos 40.000 militantes, editaban periódicos libertarios —unos cien entre 1917 y 1921, según Gorelik—, pero, a diferencia de los de los bolcheviques, presentaban predominantemente un carácter local y comunitario.


La revolución se hizo en nombre de los soviets, es decir bajo la bandera de la democracia popular, pero cuando tuvo lugar el II Congreso de los Soviets de los 673 delgados una mayoría de 390 aclamaban a los bolcheviques. La hasta entonces mayoría anarquista y socialista abandonó el Congreso denunciando el golpe de timón, pero inútilmente: «Los bolcheviques —señala Ferro— quedaron dueños absolutos del Congreso. En lo sucesivo iban a conservar el poder sólo para ellos y para siempre». El PVRK, controlado por los bolcheviques se convirtió en la encarnación del nuevo poder revolucionario desde el que era posible «vaciar el poder de los soviets»[25]. El 8 de marzo de 1918 Lenin declaraba ante el VII Congreso del Partido: «El viejo concepto de democracia ha quedado superado en el proceso de desarrollo de nuestra revolución»[26]. A pesar de que Lenin en El Estado y la revolución, un libro que escribió poco antes de la Revolución de Octubre, había defendido para aproximarse a los libertarios una concepción prácticamente libertaria del Estado, nunca el Partido Bolchevique abrió el camino a una verdadera democracia que pasaba por aceptar la posibilidad de disentir y de tener plena libertad para opinar y decidir.


En todo caso en el endurecimiento del poder bolchevique es preciso responsabilizar también a quienes en nombre del anarquismo no dudaron en recurrir al terror. Recuérdese que en septiembre de 1919 un grupo de anarquistas, entre los que se encontraba el trabajador ferroviario Kasimir Kovalevich, destacado activista en la Revolución de Octubre, protagonizó en Moscú un brutal atentado en la sede del Partido Comunista que se saldó con doce muertos y más de cuarenta heridos. Entre los heridos estaba Bujarin, el autor de El ABC del comunismo. La bomba fue colocada en represalia por las detenciones de anarquistas que protestaron contra el ya mencionado Tratado de Paz de Brest-Litovsk[27].


En marzo de 1919 los bolcheviques pusieron en marcha la III Internacional concebida como el Partido Mundial de la Revolución, pero un mes más tarde se estableció el servicio militar obligatorio y los campos de trabajos forzados para los delincuentes que, en el caso de los disidentes políticos, se transformaron en campos de concentración. Por la misma época Lenin hacía una llamada a los obreros para que trabajasen Voluntariamente más horas extras en los llamados sábados comunistas, antes de preconizar la incorporación del taylorismo en las fábricas. Desarticulado el socialismo moderado únicamente quedaba desprenderse de los libertarios radicales, de los anarquistas. En abril de 1920 Lenin escribió El izquierdismo, enfermedad infantil del comunismo, un ataque abierto contra los anarquistas. A pesar de todo cuando el 9 de febrero de 1921 falleció Kropotkin el diario Pravda en primera página lamentaba la pérdida del gran revolucionario libertario. Al funeral de Kropotkin, el 13 de febrero de 1921, acudieron más de cien mil personas. Su féretro fue llevado a hombros en la Plaza Roja de Moscú por anarquistas autorizados a salir de la cárcel para la ocasión. El golpe final contra los anarquistas tuvo lugar apenas un mes más tarde de la muerte de Kropotkin, cuando se produjo la represión contra la insurrección de los marinos de Kronstadt que reclamaban el restablecimiento de la democracia obrera, y que fueron aplastados mediante el asalto, tras diez días de asedio, de 50.000 soldados del Ejército Rojo dirigido por Trotski en marzo de 1921. Los líderes anarquistas más significados fueron allí mismo fusilados. Los marinos de Kronstadt, que componían la tripulación del buque de guerra Aurora que en Octubre contribuyó con sus cañones a la toma del Palacio de Invierno, y que fueron saludados por Trotski como «el alma de la revolución», se veían ahora masacrados por el propio Ejército Rojo controlado por la disciplina de hierro impuesta por los bolcheviques[28].


Reflexiones finales: profundizar en los valores libertarios


Entre los anarquistas rusos y los bolcheviques existió un espacio común que les permitió avanzar juntos y participar con éxito unidos en la Revolución de Octubre. Ambos colectivos de activistas políticos de izquierdas compartían un común desprecio por la burguesía, querían abolir la propiedad privada y la democracia parlamentaria. Percibían el Estado como una máquina de guerra contra el proletariado y el campesinado, y para hacerle frente apelaron a la violencia revolucionaria de las clases explotadas. Pero sobre todo anarquistas y bolcheviques compartieron juntos la experiencia de los soviets, un ámbito de democracia popular desde el que prepararon la lucha contra los enemigos de clase. Abominaron del capitalismo imperialista, de la guerra entre las naciones, defendieron la paz y la abolición de la pena de muerte. Efectivamente la pena de muerte se abolió tras la Revolución en febrero de 1920, pero la guerra ruso-polaca hizo que se restableciese en mayo del mismo año y desde entonces, y especialmente durante el estalinismo, las ejecuciones sumarias estuvieron a la orden del día. Anarquistas y bolcheviques diferían en cómo canalizar la Revolución tras el derrocamiento de la burguesía. Mientras que los anarquistas apelaban a un sistema descentralizado de solidaridad que Kropotkin había desarrollado con brillantez en La conquista del pan, los bolcheviques preconizaban la centralización, la concentración de poder en manos del Comité Central del Partido. A pesar de estas divergencias una parte de los anarquistas se aproximaron a los bolcheviques y se integraron en el Partido Comunista, mientras que una parte de los bolcheviques, agrupados en torno a Oposición Obrera, la agrupación en la que militaba Alexandra Kolontai, la compañera de Lenin, defendían la democracia de masas y el papel fundamental de los sindicatos de clase. El X Congreso del PC, que tuvo lugar en marzo de 1921, abolió las facciones dentro del Partido. Del lema todo el poder a los soviets se pasó a todo el poder al Partido, y más concretamente, a todo el poder al Secretario General del Partido. Los bolcheviques abandonaron para siempre el principio de la democracia participativa de los soviets que había sido el pilar mismo de la organización de las clases populares para resistir y hacer la revolución. «Quien debilita la disciplina de hierro del partido del proletariado (especialmente durante su dictadura) ayuda en realidad a la burguesía en contra del proletariado», había escrito Lenin en su libro La enfermedad infantil del «izquierdismo» en el comunismo, un libro que se publicó en 1918[29].


También Trotski, que en su juventud se socializó en medios obreros libertarios, actuó de mediador entre anarquistas y bolcheviques pues su incorporación al Partido Bolchevique no se produjo hasta julio de 1917. Su popularidad antes, durante e inmediatamente después de la revolución fue enorme. Tuvo un protagonismo especial en la expansión de los soviets así como en la creación el 9 de octubre de 1917 del Comité Militar Revolucionario que jugó un papel decisivo en la Revolución de Octubre. Entre los altos responsables de ese comité había al menos cuatro anarquistas: Bleijman, Bogatsky, Shatov y Yarchuk. Cuando Trotski estaba a punto de cumplir los cincuenta años, en 1929, exilado en Prinkipo, cerca de Constantinopla, publicó su propia autobiografía. En el prefacio escribe: «Yo participé en las revoluciones de 1905 y de 1917. Fui Presidente del Soviet de diputados de Petesburgo en 1905 y en 1917. Tomé parte activa en la Revolución de Octubre, y fui miembro del gobierno soviético. En calidad de Comisario del Pueblo para Asuntos Exteriores, fui responsable de las negociaciones de paz de Brest-Livotsk, con la delegación alemana, austro-húngara, turca y búlgara. En calidad de Comisario del Pueblo para la Guerra y la Marina consagré cerca de cinco años a la organización del Ejército Rojo y a la reconstrucción de la Flota Roja. Durante el año 20 añadí a ese trabajo la dirección de la red ferroviaria que estaba en desarrollo»[30]. Trotski, asediado en estos años por el estalinismo omite su importante papel en el aplastamiento de la insurrección anarquista de los marinos de Kronstadt. Tiene razón sin embargo en destacar su frenética actividad revolucionaria y su particular protagonismo en el soviet de Petrogrado.


Emma Goldman, activista libertaría que criticó la dictadura bolchevique en Rusia, escribió que la derrota de los anarquistas no significa en absoluto la derrota de los ideales libertarios. La revolución es una protesta contra la injusticia, el sufrimiento, las desigualdades, la inhumanidad. Por eso frente a la ignorancia y la brutalidad la revolución libertaria preconiza nuevos valores y una nueva moral social basada en la solidaridad, la condena de la pena de muerte, la lucha contra el racismo y la promoción de la paz. «El fin último de todo cambio social revolucionario —escribe— es establecer el respeto a la vida, la libertad humana, el derecho de cada ser humano a la libertad y al bienestar»[31]. Sin embargo esos fines no siempre fueron compartidos por los libertarios partidarios de la guerra social. En este punto se produjo una vez más la confluencia entre anarquistas y bolcheviques partidarios de la violencia revolucionaria a partir de una común teoría de la guerra civil. Como escribía Lenin en1916: «quien reconozca la existencia de la guerra entre las clases debe reconocer la guerra civil que, en toda sociedad de clases representa la continuación, el desarrollo y la acentuación natural de la guerra entre las clases». La teoría de la guerra civil, compartida por marxistas revolucionarios y una buena parte de los anarquistas revolucionarios, es incompatible con el pacifismo libertario como pusieron de manifiesto en Rusia los anarquistas seguidores de las doctrinas de Tolstoi.


El escritor Hermann Hesse, el autor de El lobo estepario y de otras obras impregnadas de valores libertarios, defendió en momentos difíciles un ideal ético al que nunca quiso renunciar. Como escribía en una carta a su hijo Heiner el 10-VII-1932: «(…) aceptar el comunismo significa, para quien se pida cuentas a si mismo, esta pregunta: “¿Quiero y apruebo la revolución? ¿Puedo admitir que unos sean asesinados para que otros vivan?”. Ahí está el problema ideológico. Y para mí, que tuve que vivir la Guerra Mundial con plena conciencia y hasta la desesperación en el aspecto ideológico, esa pregunta queda contestada de una vez para siempre: yo no me concedo el derecho de colaborar en una revolución y matar»[32].


¿Cómo poner en marcha en la actualidad una revolución pacífica que procure el bienestar de todos? Sin duda esa revolución exige un desarrollo del proceso de civilización en nuestras sociedades del que aún nos encontramos alejados. Para aproximarnos a él es preciso cuestionar el prisma de análisis de la sociedad a partir de la violencia, un prisma que deriva en buena medida de la militarización de la teoría de la lucha de clases, y más concretamente de una concepción militarista del Estado. Herbert Spencer, por ejemplo, en su influyente libro El individuo contra el Estado, defendió repetidamente el origen militar del Estado, en tanto que agente de la codicia y la rapiña de unos pocos sobre las masas. «El gobierno ha nacido de la agresión y por la agresión», escribe[33]. Y su opinión fue en buena medida compartida por comunistas y libertarios. Sin embargo el Estado democrático basado en la democracia representativa es en parte una conquista de la Revolución Francesa y de la extensión de los derechos políticos para todos. Las mujeres no olvidan las luchas y el esfuerzo que supuso conquistar su derecho al voto. Así pues los totalitarismos, tanto el estalinismo como el fascismo, pusieron de relieve el valor y la importancia de la democracia representativa como una conquista a la vez histórica y social. Un pensador libertario, Saverio Merlino, defendió contra los fascistas, y en otro orden también contra su amigo y compañero Malatesta, el gobierno representativo, la democracia electoral como una conquista de hombres y mujeres de las clases trabajadoras [34].


Sin embargo la Revolución Rusa puso de manifiesto que la democracia representativa es insuficiente, que la democracia avanzada implica también la democracia participativa. El reto estriba hoy, por tanto, en la búsqueda de vías alternativas que nos permitan articular ambos modos de expresión de la democracia para hacer avanzar en nuestras sociedades un ideal de justicia y de humanidad por el que dieron la vida millones de ciudadanas y de ciudadanos anónimos.




NOTAS:

[1] Cf. Eric HOBSBAWM, Historia del siglo XX, Crítica, Barcelona, 2003. Hobsbawm sostiene que las repercusiones de la Revolución de Octubre fueron mucho más profundas y generales que «las de la Revolución Francesa (…). La Revolución de Octubre originó el movimiento revolucionario de mayor alcance que ha conocido la historia moderna» (p. 63).

[2] Les anarchistes dans la Revolution russe, La Tête de feuilles, Paris, 1973, p.13.

[3] La cifra la proporciona el historiador ruso Kenev y ha sido retomada por Skirda. Cf. Alexandr SKIRDA, «L’Octobre libertaire» en VVAA. Les anarchistes dans la Revolution russe, op. c. p. 42.

[4] CF. Piotr A. KROPOTKIN, Memorias de un revolucionario, KRK, Oviedo, 2005, pp. 675-677. Kropotkin que estuvo detenido también en la cárcel de Clairvaux publicó en 1886 una lúcida crítica de las prisiones. Cf. KROPOTKIN, Las prisiones, Pequeña Biblioteca Cálamus, Barcelona, 1977.

[5] He consultado la edición francesa con un documentado Prólogo de Claude Roy: DOSTOÍEVSKI, Souvenirs de la maison des morts, Gallimard, París, 1950.

[6] Hay una traducción al español: Antón CHEJOV, La isla de Sajalín, Ediciones Ostrov, Madrid, 1998.

[7] Cf. E. H. CARR, La revolución rusa. De Lenin a Stalin (1917-1929), Alianza, Madrid, 2002, p. 37.

[8] Cf. Alexandr SOLZHENITSYN, Archipiélago Gulag (1918-1956), Mondadori, Madrid, 2002, pp. 52-53. Solzhenitsyn señala que «en el verano de 1918 y en abril y octubre de 1919 se encarceló en masa a los anarquistas» (p. 53). Y añade más adelante: «En este mismo 1921 se intensificaron y sistematizaron los arrestos de socialistas de otros partidos. En realidad ya habían terminado con todos los partidos de Rusia a excepción del que había triunfado» (p. 57).

[9] Cf. Pierre J. PROUDHON, La capacidad política de la clase obrera, Ed. Proyeccion, Buenos Aires. 1974, p. 48.

[10] Cf. La Première Internationale, Union Général d’Editions, Paris, 1976, pp. 354-355.

[11] Esto explica que se pueda escribir el libro de Maximilien RUBEL y Louis JANOVER, Marx anarquista, Etcétera, Barcelona, 1977.

[12] Cf. Maximilien RUBEL, Stalin, Ediciones Folio, Madrid, 2004 p. 18.

[13] Cf. Maximilien RUBEL, Stalin, op. c. pp. 13-14.

[14] Cf. Maximilien RUBEL, Stalin, op. c. p. 63. La conquista del pan se publicó por vez primera en francés en 1892 y muy pronto se hicieron traducciones al español. Cf. P. KROPOTKIN, La conquista del pan, Jucar, Gijón, 1977.

[15] Cf. Marc FERRO, La Revolución rusa, Cuadernos Historia 16, Madrid, 1995, p. 26. Ferro señala que en junio de 1917 Lenin declaraba que su partido estaba dispuesto a tomar el poder cuando sólo disponía de cien elegidos en el Congreso de los soviets sobre 850 representantes (p. 19).

[16] Lenin Qué hacer.

[17] El libro de Plejanov ha sido traducido al español: Cf. Jorge PLEJÁNOV, Contra el anarquismo, Ed. Calden, Buenos Aires, 1969. En esta obra el introductor del marxismo en Rusia arremete contra el anarquismo por considerarlo una «doctrina esencialmente burguesa. Un anarquista, escribe, es un hombre que, si no es un confidente, está condenado a obtener siempre y en todas partes precisamente lo contrario de lo que se propone obtener» (p.110).

[18] Cf. LENIN, El Estado y la revolución, p. 65.

[19] Cf. LENIN, El Estado y la revolución, p.60.

[20] Cf. LENIN, El Estado y la revolución, p.146.

[21] Cf. Rosa LUXEMBURGO, «Problemas de organización en la socialdemocracia rusa» en Obras escogidas, T. I, Ed. Ayuso, Madrid, 1978, p.120.

[22] Cf. Rosa LUXEMBURGO, «La revolución rusa» en Obras escogidas, T. II, Ed. Ayuso, Madrid, 1978, p.144.

[23] Cf. Anatol GORELIK, «Les anarchistes dans la Revolution russe» en VVAA. Les anarchistes dans la Revolution russe, op. c. Según Gorelik en el Congreso Anarquista de Jarkov que tuvo lugar el 25 de diciembre de 1927 se comprobó que los grandes centros industriales de Donetz, Petrogrado y Moscú, así como en las ciudades industriales el influjo libertario era importante hasta el punto de que en algunos de estos centros «los anarquistas llegaban incluso a sumir la dirección de las masas» (p. 63).

[24] Cf. Marc FERRO, La Revolución rusa, op. c. p. 26.

[25] Cf. Marc FERRO, La Revolución rusa, op. c. pp. 30-31.

[26] Citado por Antonio ELORZA, «El Octubre rojo de Lenin» en Protagonistas del siglo XX, El País, 2000, nº 6, p. 130.

[27] Sobre este atentado véase el estudio de Alexandr SKIRDA, «La contre-terreur revolutionnaire, l’attentat de Kovalevitch» en Jacques BAYNAC, La terreur sous Lenine, Sagittaire, Paris, 1975, pp.277-289.

[28] Véase el documentado artículo de Elena HERNADEZ SANDOICA, «De Lenin a Stalin» en Historia 16. Siglo XX. Historia Universal nº 10, Madrid, 1983, pp.7-70. Véase también Jean Jacques MARIE, La guerre civile russe (1917-1922). Armés paysannes rouges, blanches et vertes, Autrement, París, 2005. Así como Jean Jacques MARIE, Cronstadt, Fayard, París, 2005. Unos meses después del aplastamiento de Kronstadt, en agosto de 1921 el dirigente anarquista de Ucrania, Nestor Majno, se refugio en Rumania tras ser derrotado, de modo que el camino para el partido único de los bolcheviques quedaba expedito.

[29] Citado por Jorge SABORIDO, La revolución rusa, Dastin SL, Madrid, 2006, p. 136. Sobre el proceso de concentración del poder tras la revolución véase el lúcido análisis de G. ORWELL en Rebelión en la granja.

[30] Cf, Lev TROTSKI, Ma vie, Ed. Pionniers, París, 1947, p. 12. Trostki señala que cuando se creó el soviet de Petrogrado el Comité central de los bolcheviques «se oponía a una organización representativa sin partido» (p. 47). Lo importante es que terminaron finalmente por aceptarla.

[31] CF. Emma GOLDMAN, «Pourquoi la revolution russe n’a pas realisé ses espoirs» en VV.AA. Les anarchistes dans la Revolution russe, op. c. p. 173. Según Nettlau el título de este texto no fue elegido por la autora. Cf. Max NETTLAU, La anarquía a través de los tiempos, Jucar, Gijón, 1978, p. 172.

[32] Cf. Hermann HESSE, Escritos políticos 1932/1962, Bruguera, Barcelona, 1978, p.10. (33) Cf. Herbert SPENCER, El individuo contra el Estado, Ed. Folio, Barcelona, 2002, p. 68. En la medida en que «la moral del gobierno es una moral de guerra» Spencer deduce que a «la superstición del derecho divino de los reyes sucede la superstición del derecho divino de los parlamentos». Olvida que tanto los parlamentos como la democracia representativa son conquistas históricas fruto de un enorme esfuerzo colectivo.

[34] Merlino critica la idealización de los seres humanos de los anarquistas, concretamente en la obra de Kropotkin, y defiende la posibilidad de una alianza entre el movimiento libertario y el socialismo democrático que respetase la democracia representativa sin abandonar la participación política de las masas. Cf. Saverio MERLINO, L’individualisme dans l’anarchisme, La societé nouvelle, Bruselas, 1893.


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