viernes, 12 de diciembre de 2014

Patria y humanidad



Por ÉLISÉE RECLUS

La cuestión —si el patriotismo es incompatible con el amor a la humanidad— no puede tratarse sin una definición preliminar.

¿Qué es el «patriotismo» tomado en el sentido verdaderamente popular, subentendido en toda fraseología? Es el amor exclusivo a la patria, sentimiento que se complica con un odio correspondiente contra las patrias extranjeras. ¿Y qué es la patria? Un territorio grande o pequeño, netamente delimitado por fronteras de origen diverso, obstáculos naturales, barreras artificiales o simples líneas trazadas según la voluntad de alguno, antes sobre el papel, después trasladadas al terreno.

Partiendo de estas definiciones que ciertamente responden a la idea general de los pueblos interesados, tal cual es por lo demás sancionada triplemente por la diplomacia, por el régimen militar y por el sistema fiscal, se debe reconocer que la patria y su derivado, el patriotismo, son una deplorable supervivencia, el producto de un egoísmo agresivo que no puede conducir más que a la ruina de las mejores obras humanas y al exterminio de los hombres.

Pero el pueblo es sencillo, y bajo esa palabra «patria» se le han dado a entender mil cosas dulces y bellas que no implican en manera alguna la división de la tierra en parcelas enemigas.

El suave perfume de la tierra natal, las figuras sonrientes de los viejos que nos aman, los recuerdos queridos de estudio y de investigaciones con compañeros atrevidos, las obras emprendidas en común en la juventud y sobre todo la fábula que resonó primero en nuestro oído, y en la que hemos escuchado las palabras que han decidido nuestra vida, todo esto es herencia natural de todo hombre en cualquier parte del mundo en que esté situada su cuna, todo esto es anterior a la idea de una patria limitada, y es puro sofisma querer coligar estos sentimientos con la existencia de un polígono efímero cortado sobre la redondez de nuestra planeta.

Hay al contrario completa oposición entre estas primeras impresiones que nos ligan a la tierra y a la sociedad humana y todas las líneas de división que impiden la libre formación de los grupos humanos y que intentan limitar lo que por la naturaleza de las cosas es indisciplinable, la simpatía de los hombres entre sí, su espíritu de mutua benevolencia y de solidaridad.

Históricamente, la patria fue siempre mala y funesta. Fue siempre un dominio, reivindicado como propiedad exclusiva por un amo absoluto, o bien por una banda de amos organizados en jerarquía, o, como en nuestros días, por un sindicato de clases privilegiadas y dirigentes. Siempre, por mucho que nos remontemos en el pasado, hallamos que los ciudadanos pacíficos han debido, en nombre de una patria de fronteras siempre diversas, trabajar, pagar y combatir, siempre oprimidos por los parásitos, reyes, señores, guerreros, magistrados, diplomáticos y millonarios. Y fueron esos parásitos en lucha con otras bandas de haraganes los que han marcado las barreras de separación entre pueblos vecinos, hermanos a causa de los intereses comunes. Para defender o ensanchar esos límites absurdos se han sucedido las guerras a las guerras: era preciso que los mojones limítrofes fuesen plantados entre cadáveres, como en un tiempo las puertas de las ciudades.

En nuestros días, las fronteras son más funestas que nunca, aun cuando son más a menudo atravesadas, porque son conservadas más metódica, más científicamente que en el pasado con fortificaciones, puestos de aduana, guardias móviles. Si el comercio consigue penetrar bajo el impulso de necesidades vitales, ocurre sólo después de largas explicaciones entre los Estados y la construcción de grandes obras militares. La zona de separación es tabulada en toda su longitud; y con maquinaciones incesantes, con la ayuda de verdaderos crímenes, se suscitan odios tremendos a ambos lados de la frontera ficticia, trazada a lo largo de algún arroyo entre los bosques y los prados.

Y casi diré que hay de escandaloso este hecho, que en el siglo de las locomotoras y de los motociclos de toda especie no hay más que una línea ferroviaria entre Francia y España, y ni siquiera una carretera viable a través de los Pirineos. A pesar de la geografía, no se quiere que las dos naciones sean vecinas, no se quiere que, cesando de ser patrias diversas, se conviertan en un solo país de una misma familia unida.

El vasto mundo nos pertenece y nosotros pertenecemos al mundo. Abajo todas las fronteras, símbolos de dominación y de odio. Tenemos prisa por poder abrazar al fin a todos los hombres y llamarnos sus hermanos

(Nº 317, DICIEMBRE 2014)

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