miércoles, 7 de junio de 2017

¿Democráticos o toparcas?


Por PETER SCHREMBS

De vez en cuando aparecen para después desaparecer o institucionalizarse movimientos que reclaman formas de democracia más «auténticas», desde Podemos hasta el Movimiento Cinco Estrellas, pasando por la Primavera Árabe. Se trata generalmente de movimientos que, aun planteando una ampliación de derechos, más transparencia y reglas de decisión más participativas, no ponen en tela de juicio, sustancialmente, las aporías de la democracia.

Un poco de con sorpresa y un poco sin ella, hemos recibido recientemente la noticia de la intención del Movimiento Zapatista de presentar una candidata de denuncia con mandato revocable a las elecciones presidenciales de México. Aquí seguramente la confianza en las instituciones está menos afianzada, y la afirmación de que no se trata de la conquista del poder sino de la posibilidad de movilización y de denuncia está abonada en una larga práctica de autonomía y autogestión. El hecho es que, al mismo tiempo que la democracia ofrece derechos y libertades, es el mecanismo que aniquila esos derechos y tritura esas libertades. Con la delegación política, es verdad, pero también con los mecanismos que alientan tal práctica, abonamos precisamente el despotismo en el seno del régimen democrático.

¿Por qué? Las razones son de naturaleza estructural y superestructural. Me explico. A nivel estructural, la democracia (moderna) me parece expresión política de la dictadura de la burguesía. En el Manifiesto Comunista se puede leer: «El poder estatal moderno no es más que un comité que administra los negocios comunes de toda la clase burguesa». Tras lo cual es cierto que estamos en la fase de liquidación de la democracia, a partir del desmantelamiento del Estado social y del solapamiento de las instituciones políticas por parte del capital transnacional.

Y es aquí donde hunde sus raíces ese —un poco desesperado— deseo de defender la democracia, que encuentra oxígeno, por ejemplo, en el reciente congreso «Reclaim Democracy», celebrado a principios de febrero en Basilea, y que sirve de acicate también para los defensores de la renta básica. Y es naturalmente aquí donde debemos preguntarnos si verdaderamente es esto lo máximo que somos todavía capaces de proyectar: un futuro socialdemócrata en régimen capitalista. ¿Bye, bye, anarquía, autogestión, socialismo?

A nivel de superestructura, el mal reside en el conjunto de reglas en el que se basa la democracia representativa.

Disculpad si cito una vez más (polémicamente) a Marx y Engels que, a propósito de la ilusión de poder incidir sustancialmente a través del voto en la dinámica política, hablaban de «cretinismo parlamentario, enfermedad que invade a los desafortunados que son víctimas de la convicción solemne de que todo el mundo, su historia y su porvenir, son regidos y determinados por la mayoría de votos de ese particular consenso representativo que tiene el honor de incluirle entre sus miembros».

Me diréis: en última instancia, es el pueblo el que escoge; somos nosotros quienes decidimos. Verdad en el plano institucional (aunque solo en parte, pensad en las numerosas exclusiones, como por ejemplo los extranjeros), pero falso en la vida real. Decidimos solamente a quién entregar las llaves de nuestra celda, tras lo cual —y lo digo con muchos años de experiencia a la espalda— nuestro esfuerzo político es tan patético como necesario para enderezar los entuertos que arman los que están en el poder. Parecemos almas en pena que deben intentar aquí y allá bloquear proyectos absurdos, tapar zanjas, arrancar el maíz transgénico, denunciar los riesgos de la energía atómica, ocupar las calles, manifestarnos contra los recortes sociales, luchar contra las privatizaciones, apoyar a los prófugos...

Pero volvamos a la democracia y a sus reglas. Una de ellas establece que mediante el sufragio (más o menos) universal escogemos (directa o indirectamente) a los gobernantes. Si vamos a votar ¿aceptamos o no aceptamos esta regla? Trump (por citar uno, pero el campo de lo obsceno es grande, desde Duterte hasta Hollande) lo hará todo mal, pero ha sido elegido.

Esta es la inexorable ley del número. Aquí no se trata, entendámonos, del voto en sí, que puede ser un instrumento para elegir tan válido como, por ejemplo, el sorteo. Se trata del voto de poder, que da poder, que se desprestigia y entonces nos damos cuenta de que no somos capaces ni siquiera de arañar al poder más fuerte, el económico, entendido en sentido amplio, estructural. La cifra de este dato de hecho se acentúa, además de en Grecia, en Venezuela y Brasil. Incluso allí, tras el líder en el poder, la voz vuelve a la base, con la Red de Comuneros y Comuneras y los Pueblos Liberados (la «toparquía», en su momento promovida por Chávez y hoy obstaculizada por el Gobierno) por una parte, y organizaciones como el Movimiento de los Trabajadores Sin Techo por otra. Una vez más (¡lo habíamos dicho!) el proletariado está llamado a construir por sí solo, fuera de la democracia, los espacios de libertad política y económica que marcan la diferencia. Por eso estoy con Malatesta cuando dice:

«No somos partidarios ni de un gobierno de mayoría ni de uno de minoría; no estamos ni por la democracia ni por la dictadura. Queremos la abolición del gendarme. Queremos la libertad para todos, y el libre acuerdo, que no puede faltar cuando nadie tiene los medios para forzar a los demás, y todos están interesados en la buena marcha de la sociedad. Queremos la anarquía.»

Nº 347 - Junio 2017

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