sábado, 22 de julio de 2017

El «señoritismo»


Por MIGUEL LORENTE ACOSTA

Con frecuencia se habla de «populismo», pero nunca de «señoritismo».

Definir la realidad según la interpreta quien ocupa las posiciones de poder permite describirla de manera interesada a sus necesidades y conveniencia, y de ese modo perpetuar la desigualdad y las ventajas que les proporciona. El resultado es muy variado y diverso, lo hemos visto, entre otros escenarios, en las pasadas elecciones.

Durante este tiempo hemos oído calificar de «populismo» todas aquellas propuestas que tienen un impacto directo, casi inmediato, sobre cuestiones y problemas que afectan a quienes cuentan con menos recursos y oportunidades para afrontarlos, especialmente si la propuesta, además, impacta en quienes ocupan las posiciones de poder y reconocimiento en nuestra sociedad. El mensaje que se manda con esa consideración «populista» suele ser doble: por un lado la imposibilidad de llevarla a cabo, y por otro la inconveniencia o inoportunidad de hacerlo, dadas las consecuencias negativas que tendría para el «sistema».

De este modo la crítica es doble, por una parte sobre su mentira, y por otra sobre el hipotético daño que ocasionaría en caso de que se pudiera realizar, de ahí que la consecuencia inmediata sea presentar al populista como «mentiroso y peligroso». A partir de ese momento ya no hace falta ningún otro argumento, se desacredita a la fuente por «populista» y se evita tener que contra-argumentar sobre lo propuesto, o tener que plantear iniciativas que resulten más prácticas o interesantes para la sociedad. Y quien actúa de ese modo es, precisamente, quien dispone de más medios y recursos para sacar adelante múltiples iniciativas para abordar las cuestiones que intentan resolver las propuestas consideradas «populistas».

El populismo queda de ese modo identificado como el espacio al que recurren quienes no tienen la capacidad, la preparación o la responsabilidad para actuar con «sentido de Estado» y en nombre del «bien común», y sólo lo harán en busca del interés personal, incluso sin importarle destruir el Estado si fuera necesario. El populismo, por tanto, no es sólo la propuesta puntual, sino que además se convierte en el espacio donde situar cualquier medida que actúe contra el orden social establecido sobre las referencias de una cultura desigual, machista y estructurada sobre referencias de poder levantadas a partir de determinadas, ideas, valores y creencias.

Nadie cuestiona ese orden dado como un contexto interesado que carga de significado a la realidad, cuando en verdad actúa de modo similar al espacio considerado como «populismo», pero a partir de las ideas, valores, objetivos e intereses de quienes han tenido la posibilidad de decidir en su nombre qué era lo que más interesaba al conjunto de la sociedad, haciendo de sus posiciones la «normalidad» a través de la cultura. Y del mismo modo que se ha identificado con «lo del pueblo» aquello que de alguna manera se considera contrario al orden establecido, hasta el punto de considerarlo «populismo», deberíamos aceptar como «señoritismo» el espacio y las referencias dadas en nombre de la cultura jerarquizada y desigual que define posiciones de poder sobre el sexo, las ideas, la diversidad sexual, el grupo étnico, las creencias, el origen, la diversidad funcional… Un «señoritismo» que juega con una imagen opuesta al «populismo» al presentar sus iniciativas como las únicas capaces de resolver los problemas, por ser propuestas y desarrolladas por personas preparadas y responsables. De ese modo se defiende la élite operativa y la esencia ideológica.

Las consecuencias son muy amplias y diversas, puesto que hablamos de la normalidad y la cultura, pero centrándonos en lo ocurrido en las elecciones, no sólo en estas últimas del 26J, pero sí sobre algunas de las cuestiones que se han planteado tras sus resultados, podemos ver cómo actúa el juego entre «populismo» y «señoritismo».

Subir los impuestos a quienes más tienen y se aprovechan de la legislación para cotizar menos, cuestionar la precariedad laboral, pedir una educación y una sanidad públicas y de calidad, hablar de dependencia, exigir medidas contra la violencia de género, reclamar medios contra la corrupción… todo eso es populismo. En cambio, mantener un sistema fiscal que ahoga a clases medias y bajas, facilitar el desarrollo de la sanidad y la educación privada, incluso con segregación en las aulas, olvidarse de las personas mayores y dependientes más allá de la caridad, recortar los recursos para erradicar la violencia de género, permitir que la corrupción se resuelva por medio del olvido… todo ello no se considera «señoritismo», aunque es reflejo de ese orden de ideas y valores en armonía con la parte conservadora que la propia cultura defiende como esencia de presencia y continuidad.

Y no sólo es que las políticas conservadoras y tradicionales no se ven como algo ajeno a la propia normalidad y cultura, sino que, además, cuando son descubiertas como algo contrario al interés común y cuando sus resultados son objetivamente negativos, la posición de quien las lleva a cabo y el significado que se les da no adquiere el nivel de rechazo y exigencia de responsabilidad, por haber sido realizadas por quienes tienen una cierta legitimidad para actuar de ese modo, y porque quedar integradas dentro de otras medidas y políticas que presentan como positivas para la sociedad y el sistema.

El ejemplo de esta situación lo tenemos en lo que ocurre cada día en muchos pueblos. Cuando el «señorito del pueblo» o un empresario se levanta a las 12 del mediodía y se va directamente a tomarse un vino al bar de la plaza del pueblo, nadie lo cuestiona porque se entiende que esa conducta forma parte de su condición, algo que no aceptarían en un trabajador. Algo parecido sucede, por ejemplo, ante las críticas a algún mensaje lanzado por representantes de la Iglesia (rechazo al matrimonio entre personas del mismo sexo, propuestas de salud sexual y reproductiva, impuestos que no paga…), que se consideran como un ataque a la libertad religiosa, pero cuando desde la Iglesia se cuestiona la política y se llama a la desobediencia civil a las leyes de Igualdad, se dice que es libertad de expresión.

Cada cosa tiene un significado diferente dependiendo de lo que afecte al modelo pero, además, si las propuestas coinciden con él son consideradas propias y adecuadas, y por tanto, no cuestionables ni motivo para exigir responsabilidad a quien las haga por entenderlas como parte de ese contexto de «señoritismo».

Y no es que se acepte el resultado negativo cuando se produce, pero no se entiende con la suficiente entidad como para cuestionar al contexto o al partido político que la lleva a cabo. Es lo que hemos visto con los casos de corrupción en el PP, que no les pasa factura electoral por entender que son «cosas que suceden donde se mueve mucho dinero» y que «no es un problema del modelo de organización, aunque haya sido permisivo y ausente, sino de unos pocos que lo han traicionado».

Esa valoración y justificación es imposible en otros partidos y contextos en los que los casos de corrupción no forman parte de las posibilidades que les otorga el reconocimiento de su normalidad. Es lo del señorito del pueblo y el trabajador, si un trabajador se levanta a las 12 y se va al bar de la plaza a tomarse un vino es considerado un gandul o un borracho, algo que nunca se dirá del señorito.

¿Alguien ha hablado en esta legislatura de los coches oficiales, del número de asesores de Moncloa, del inglés de Rajoy, de la ropa o las parejas de las ministras del Gobierno, de las colocaciones de los ex-ministros, como por ejemplo Wert en Paris…? Todo eso forma parte del «señoritismo», y mientras no se modifiquen las referencias de una cultura desigual y machista, una gran parte de la sociedad siempre será condescendiente con el poderoso, con sus ideas, valores y creencias que configuran el «señoritismo».

4 julio 2016

domingo, 16 de julio de 2017

La otra revolución

Estampa del Ejército Negro.

Por ÍÑIGO BOLINAGA

Al mismo tiempo que en Europa los movimientos revolucionarios se muestran en plena ebullición, dentro de Rusia el Estado soviético tiene que iniciar un repliegue momentáneo para hacer frente a la triple ofensiva blanca que, descoordinada pero coincidente en el tiempo, ha progresado y comienza a amenazar ciudades tan importantes como Petrogrado, que se ve obligada a revivir angustiosos momentos mientras prepara su defensa ante el inminente ataque blanco del general Yudenich. A pesar de haber perdido su capitalidad, Petrogrado seguía siendo la ciudad más próspera y cosmopolita de Rusia. Perderla habría supuesto una auténtica catástrofe para el régimen soviético. Como correspondía a tamaño desafío, el comisario de guerra Trotski asumió personalmente la defensa de Petrogrado, deteniendo el tren para asentarse temporalmente en la vieja capital. Se levantaron barricadas, alambradas, nidos de ametralladora… y se mentalizó a la población civil de que era una obligación apretar los dientes y resistir a la cercana ofensiva de Yudenich. Mostrar el valor y la capacidad de sacrificio de la gran ciudad de Petrogrado. La situación recordaba mucho a la Kornilovschina, y efectivamente, finalizó de una forma muy similar, ya que el general Yudenich no logró pisar suelo urbano. La contención y posterior fracaso de las ofensivas de Kolchak y Denikin liberó a un buen número de soldados del Ejército Rojo, que fueron enviados al norte a repeler la acción de Yudenich, siendo derrotado en los arrabales de la ciudad. La falta de coordinación entre los blancos y el fuerte acoso sufrido por el potente ejército de Denikin a cargo de los nacionalistas ucranianos y los anarquistas de Néstor Majnó fueron definitivos para arruinar la triple ofensiva blanca. Y es que verdaderamente, la aportación del anarquismo en la salvación de aquella joven Rusia soviética no ha sido todavía suficientemente destacada. No es este el lugar para hacer historia-ficción, pero uno no puede evitar preguntarse hasta dónde habrían llegado los ejércitos de Denikin sin la decisiva intervención del Ejército Negro de Majnó; una ayuda que los bolcheviques ni supieron ni quisieron agradecer.

Néstor Majnó en 1919.

El anarquismo era una fuerza muy a tener en cuenta en el conflictivo sureste de Ucrania, donde por aquellos años se fue configurando un territorio autogestionado con centro en la ciudad de Giulai-Polié, cuna del líder ácrata Néstor Majnó. El movimiento autogestionario había surgido al socaire de la revolución de febrero, que en Ucrania se saldó con la declaración de la República Democrática de Ucrania dentro de la república rusa, bajo el gobierno liberal del ya mencionado Simón Petliura. La accidentada independencia ucraniana y la crisis política rusa dejaron sin control efectivo a aquella región, que comenzó a sufrir una serie de levantamientos campesinos cuyas proclamas entremezclaban vulgar rufianería con un elaborado radicalismo social de corte anarquista. El territorio se convirtió en un importante foco de guerrillas rurales aún sin conexión ni objetivos comunes. En noviembre de 1917, el gobierno ucraniano de Petliura declaró unilateralmente la independencia, lo que supuso un mazazo para el Sovnarkom, que no estaba dispuesto a transigir. La independencia fue celebrada por la mayoría de los sectores populares y aún más por la burguesía local que se aseguraba la existencia al desgajarse de la Rusia soviética. Sin embargo, para las guerrillas revolucionarias de la zona de Giulai-Polié, el gobierno de Pletiura y su autoproclamada independencia no significaban nada nuevo: la burguesía y los terratenientes seguían ostentando el mismo poder que antaño y los trabajadores estaban tan sometidos como antes. Así pues, animados por el cercano ejemplo ruso, los guerrilleros anarquistas extendieron sus agresiones contra los terratenientes y propietarios rurales, expropiándoles forzosamente y generándose en la zona una extrema conflictividad social. Como resultará fácil de comprender, cuando el Ejército Rojo hizo su aparición en Ucrania para apoyar a los rojos de Ucrania, las guerrillas anarquistas no hicieron nada para evitarlo. La tromba roja desalojó muy pronto a los de Petliura —Kiev fue ocupado el 25 de enero de 1918—, instaurando una república soviética. En marzo la volvían a perder: por el Tratado de Brest-Litovsl, Ucrania quedaba bajo la órbita de alemanes y austriacos, que entraron como conquistadores. El conservador Pavló Skoropadsky fue proclamado nuevo jefe del gobierno independiente de Ucrania, en realidad un estado títere de los Imperios centrales que no movió un dedo cuando los germanos iniciaron una auténtica política de terror en el campo, específicamente contra las guerrillas anarquistas del sureste. La amenaza alemana convenció a los guerrilleros que era necesario unirse si querían eliminar de una vez por todas al enemigo común que, disfrazado de alemán, austriaco o nacionalista ucraniano, siempre tenía el mismo rostro: la burguesía, la nobleza, el terrateniente, el explotador, el secular enemigo de clase.

Como teórico, hombre de acción y jefe carismático, Néstor Majnó lideró la obra de unificación de las guerrillas, transformándolas en un eficaz conglomerado militar de extracción campesina de más de cuarenta mil efectivos. Los dos pilares sobre los que se asentaba el edificio teórico del Ejército Negro oscilaban entre el odio mortal a todo representante de cualquier tipo de poder —terratenientes, ricos y representantes de las instituciones del Estado, como recaudadores de hacienda o policías— y la creencia casi mística en la posibilidad de crear de la nada una sociedad ideal en la que el igualitarismo, entendido como la supresión de cualquier tipo de jerarquía o dominio del hombre sobre el hombre, sería el camino hacia una felicidad perdurable. Los miembros del Ejército Negro se tomaron su labor como si fueran una suerte de Robin Hoods cuya misión era liberar a los campesinos de todo yugo, darles la tierra y educarles para que la trabajaran de acuerdo a una organización social más justa e igualitaria. Su lucha contra el opresor consistía fundamentalmente en el ataque a poblaciones rurales aún no liberadas, extendiendo así su zona de influencia. Una vez expulsados o eliminados físicamente los terratenientes y sus secuaces, se encargaban de borrar cualquier rastro de autoridad estatal o local, instando a los campesinos a organizarse de forma autónoma siguiendo los postulados de la comuna anarquista. De esta manera llegaron a colectivizarse cientos de aldeas. Los campesinos podían sentirse dueños, en colectividad, de la tierra; la comuna era soberana para hacer lo que considerara oportuno con ella y al ser la producción común, sus beneficios eran repartidos según las necesidades de sus miembros, aunque siempre existió un pequeño margen de tolerancia hacia quienes no deseaban pertenecer a la colectividad. Las comunidades podían decidir libremente sus medios y relaciones de producción y sus intercambios comerciales con otras comunidades, siempre dentro de la idea dominante de igualdad: horizontalidad frente a verticalidad jerárquica. El ejemplo majnovista fue admirado, estudiado e imitado por el enérgico anarquismo español. Varios de sus representantes más conocidos, como Ángel Pestaña o Eusebio Carbó, mantuvieron con el líder ucraniano relaciones epistolares cuando pasaba sus días de exilio en París. A partir del estallido de la Guerra Civil Española (1936-1939), el anarquismo español vio la oportunidad de aplicar sus principios teóricos, recuperando las vivencias y consejos de Majnó. Lo que se ha dado en llamar la Revolución Española no habría sido igual sin el precedente majnovista, aunque al igual que en el caso ucraniano, terminó siendo malograda no por los considerados enemigos de clase, sino por los comunistas.

La Primera Guerra Mundial terminó en noviembre de 1918 con la derrota de las potencias centrales. Esto tuvo consecuencias directas en Ucrania, ya que con la evacuación germano-austriaca también cayó el gobierno títere de Skoropadsky, dejando un vacío de poder que no iban a tardar en llenar los nacionalistas de Petliura. Poco duró la alegría de los liberales ucranianos: el Ejército Rojo intervino nuevamente en Ucrania, forzando un feroz enfrentamiento verdi-rojo del que los anarquistas de Majnó se inhibieron una vez más. La Primera Conferencia de las Colectividades Anarquistas, que se celebró a principios de 1919, aprobó la decisión del Ejército Negro acordando que los asuntos nacionalistas no les interesaban, pero que si éstos salpicaran a la región colectivizada intervendrían en su defensa. Los negros aprobaron una serie de puntos afirmando que no iban a admitir ninguna injerencia externa, ni bolchevique ni de ningún otro tipo, señalando taxativamente las enormes diferencias doctrinales que los separaban de los rojos, entre ellas el rechazo total y completo a la idea de Estado o de jerarquía, la autogestión sin depender de ningún plan superior estatal o centralizado y el repudio de la dictadura del proletariado.

El cuarto elemento en discordia tuvo la virtud de lograr que los negros superasen sus reticencias para con los rojos, acordando una alianza puntual. Las fuerzas blancas del general Denikin avanzaban por Ucrania con una fiereza desatada, reinstaurando a los terratenientes en sus tierras y transformando los campos y aldeas en hogueras rodeadas de improvisadas horcas en las que se colgaban los cuerpos de campesinos ejecutados. La actitud de los blancos los enfrentó directamente con las fuerzas negras, cuya participación fue decisiva para que, más tarde, cuando las tropas de Denikin se enfrentaron al Ejército Rojo, presentaran una capacidad militar muy mermada. Los rojos y los negros habían pactado una serie de acciones conjuntas y una alianza temporal contra el enemigo común cuya validez finalizó tras la derrota de Denikin.

Los generales blancos Yudenich.
Kolchak y Denikin.

El descalabro de los ejércitos de Denikin, Yudenich y Kolchak alejó definitivamente la posibilidad de involución en Rusia. A partir de 1920 se considera que, a efectos prácticos, la guerra civil rusa ha terminado, aunque pequeños escarceos blancos continuaron embistiendo a los rojos en los márgenes de las fronteras soviéticas hasta el año 1922, más como un estorbo permanente que como una amenaza real. En 1920 el Ejército Rojo se había convertido en un gigante militar de cinco millones de soldados contra el que ni blancos, ni por supuesto los mucho más limitados verdes o negros, podían pretender dañar. Obviamente, seguía siendo un contingente bisoño al que le costó tres años ocupar y controlar todo el territorio ruso, una ineficacia clamorosa si se le compara con los curtidos ejércitos occidentales, mucho más preparados. No obstante, el Ejército Rojo había nacido ganando. Su primera victoria había sido obtenida en una guerra de primera magnitud en cuanto que estaba en juego la supervivencia de la revolución, lo que le había obligado a combatir aún inmaduro; no como ejército formado, sino en construcción. Y había ganado. A partir de entonces, el ejército se convirtió en el sostén y el orgullo del régimen, en la vanguardia revolucionaria que implantó el comunismo hasta el último rincón de la antigua Rusia de los zares. De la mano del cañón, los ideales revolucionarios se fueron expandiendo e implantando en zonas que hasta entonces habían quedado al margen del núcleo revolucionario original, asentando definitivamente el poder de los soviets en toda la geografía rusa.

Una vez derrotados los principales regimientos blancos, el Ejército Rojo lanzó una fuerte ofensiva sobre Ucrania, donde los polacos se habían unido a la ensalada de color con intención de ensanchar sus fronteras. Los bolcheviques solicitaron nuevamente el apoyo del Ejército Negro, que habría de ser incluido dentro de las estructuras militares comunistas como cuerpo de ejército, a lo que los de Majnó se opusieron tercamente. Comenzó así una guerra a psicológica en la que los anarquistas poco tenían que ganar. Apoyados en su potencia mediática, el Sovnarkom desplegó una amplia campaña de desprestigio contra los majnovistas, que fueron tratados de bandidos y asesinos. Mientras tanto, comenzaba la guerra polaco-soviética sin participación de los anarquistas ucranianos; un conflicto que comenzó con un poderoso avance polaco que pronto fue neutralizado por un contraataque soviético que estuvo a punto de tomar Varsovia. La paz se firmó en marzo de 1921, sancionando el reconocimiento mutuo de las fronteras de ambos estados y la absorción de la mayor parte de la Ucrania histórica dentro de la esfera de influencia de la RSFSR.

Bandera majnovista con lema revolucionario.

En octubre de 1920, aprovechando la guerra polaco-soviética, el general Wrangel lanzó desde Crimea la última y desesperada ofensiva blanca a la cabeza de los restos del ejército destrozado de Denikin. El inesperado movimiento blanco obligó a un nuevo acercamiento rojinegro que desembocó, tras muchas controversias y discusiones, en un acuerdo de colaboración militar. La unión entre ambas fuerzas de izquierdas logró derrotar a las fuerzas de Wrangel, liquidando así el último conato reaccionario militarmente organizado. La guerra civil se cerraba definitivamente con un saldo de cinco millones de muertos y pequeñas hemorragias que se mantendrían hasta 1922 y que en Ucrania tuvo uno de sus escenarios más dantescos. Libres de cualquier preocupación por otros frentes ya cerrados, los bolcheviques cerraron todas sus fuerzas en la formación de una república soviética en Ucrania, lo que les iba a enfrentar directamente al Ejército Negro. Para prevenirlo, a finales de 1920 los jefes anarquistas, a excepción de Majnó que estaba restableciéndose de sus heridas de guerra, acudieron a una reunión con representantes del Ejército Rojo que les anunciaron la inmediata puesta en vigor de la orden 00149, por la que el Ejército Negro quedaba absorbido por la estructura militar soviética. Los anarquistas rechazaron rotundamente una orden que a efectos prácticos suponía un ultimátum, siendo detenidos por la Cheka y fusilados al momento. Comenzaba la época de la asimilación forzosa a base de destrucción de comunas, arrestos y ejecuciones masivas. Los majnovistas fueron tratados como bandoleros, siendo difamados por la propaganda soviética como contrarrevolucionarios. Nueve meses más tarde, y con miles de crímenes a sus espaldas, los rojos habían impuesto en Ucrania una república soviética, extirpando cualquier recuerdo de aquella aventura colectivista que a día de hoy está considerada como una de las más importantes de la historia.

(2010)

miércoles, 12 de julio de 2017

El pensamiento libertario de Thoreau


Por JUAN CLAUDIO ACINAS

Entre las distintas definiciones que podemos dar del pensamiento libertario hay una que tiende a identificarlo con un aprecio tan grande hacia la igual libertad de las personas que sólo es comparable con el mismo recelo que le inspira cualquier forma de poder. Se trata de una definición que, por ello, concibe a esta ideología —que, según Emma Goldman, representa «la filosofía de la soberanía del individuo»— como una radicalización de lo mejor del liberalismo clásico. Una doctrina ésta (pensemos en Kant, Humboldt, Mill o Tocqueville) que prefirió anteponer la libertad con sus agitaciones y tormentas al despotismo en medio de la apatía y la indiferencia general, y que, frente a los peligros de cualquier poder ilimitado, se caracterizó por su defensa de los valores de la diversidad, la tolerancia y la autodeterminación de la voluntad moral. No es extraño, entonces, que un autor contemporáneo, Alan John Simmons[1], haya justificado su propuesta de un anarquismo filosófico en deuda con dicha tradición liberal, como una posición intermedia entre, en este caso, el voluntarismo político de John Locke y el escepticismo realista de David Hume. En la idea que tal anarquismo equivale a un punto de vista que, con Locke en contra de Hume, supone que, normativamente, el consentimiento político —al que conviene no confundir con mera aquiescencia o pasiva conformidad— es necesario para vincular a los ciudadanos a su respectiva comunidad y a sus gobiernos, pero que, con Hume en contra de Locke, entiende que, en un plano descriptivo, poca gente o nadie en los Estados que conocemos ha hecho algo que se pueda interpretar como que ha consentido realmente. En coherencia, al tirar de esa hebra, se concluye que, hasta ahora, no ha habido ni hay Estados moralmente legítimos. Es decir, que los gobiernos de nuestros días, al margen de su mayor o menor bondad, carecen de derecho legítimo para imponer sus leyes y políticas, carecen de auctoritas, y, por ello, los ciudadanos no tienen obligación moral de obedecerlos, ya que el vínculo entre ambos no se funda en una relación de genuina voluntariedad. Esto es, dicho vínculo no se basa en una respuesta consciente, inequívoca e intencional —tan importante de dar incluso cuando sólo se expresa tácitamente— a una situación política de clara y libre elección. Porque ¿quiénes han elegido los Estados donde viven?, ¿quiénes han elegido un Estado para vivir? A partir de un enfoque como éste quizá sea más sencillo apreciar la parte visible de la disidencia que, a mediados del siglo XIX, protagonizara Henry D. Thoreau. Una disidencia que apareció públicamente como una decidida negativa a pagar el impuesto con que se sufragaba a un Estado que protegía la institución de la esclavitud y que agredía a México para apropiarse de sus tierras. A raíz de lo cual, con el fin de dar cuenta y razón del porqué de su comportamiento, nos encontramos en su obra y, especialmente, en Civil Disobedience —un texto que, gracias a Gandhi y Martin Luther King, tanta influencia habría de tener en los movimientos de resistencia no violenta—, con algunas de las páginas más hermosas que en defensa del fuero moral del individuo se han escrito jamás. Así, frente a la costumbre servil de buscar siempre una ley a la que obedecer, Thoreau nos insta a no delegar nuestra conciencia ni por un momento ni en el menor grado en el legislador, a no cultivar el respeto por la ley sino por la justicia, a no asumir ninguna otra obligación que la de hacer en cada momento lo que creemos en conciencia que es nuestro deber. Porque, declara, «la ley nunca hizo a los hombres un punto más justos, y, gracias al respecto que se le tiene, hasta hombres bien dispuestos se convierten a diario en agentes de la injusticia».

De ahí que, en cualquier circunstancia, su principal preocupación era no dejar la justicia en manos del azar, ni prestarse a cometer el mismo mal que condenaba. Por el contrario, ante el peligro de complicidad, su consejo era: «Haz que tu vida sea una contrafricción para detener la máquina».Y de ahí que, frente a cualquier práctica coactiva, advirtiera también que el verdadero valor de la libertad política no es otro que el de hacer posible la libertad moral. Y, con ello, al plantear en toda su radicalidad ese principium individualis, lo que hizo fue negar tanto cualquier clase de pretensión ética a favor del deber de obediencia a las leyes del Estado, como cuestionar asimismo la creencia de que ese supuesto deber u obligación sea algo por completo imprescindible para la existencia del orden social, para el buen vivir en el seno de una comunidad[2]. En consecuencia, Thoreau, en sintonía con lo que ya vimos a propósito de Locke y Hume, consideraba que ninguna autoridad política puede forzar nuestra conciencia, ni tener más derechos sobre nuestras personas que los que nosotros mismos le concedamos. ¿Por qué debemos pagar al Estado por una protección que no deseamos? De modo que al único gobierno que estaba dispuesto aceptar es aquel que, de verdad, respete al individuo, que reconozca a éste como un poder independiente y superior del cual deriva toda su autoridad y legitimación, y que, por tanto, tenga como fundamento irrenunciable la sanción y el consentimiento de los gobernados. Y esto sin que tal creencia le impidiera reiterar que todos los gobiernos existentes son esencialmente conservadores, que el gobierno más libre es el que más deja en paz a quienes gobierna y que, en última instancia, el Estado tendría que parecerse a un árbol de la misma manera que los ciudadanos podrían compararse con sus frutos. Porque, cuando éstos maduran, caen del árbol, se separan y son capaces de vivir a distancia, sin que aquél, a pesar de no entenderlos, tenga necesidad de entrometerse ni obligación de sitiarlos. Algo que, en realidad, sólo podía significar que «el mejor gobierno es el que no gobierna en absoluto». Pues la situación ideal más que una donde todos gobiernen sería otra en la que no haya necesidad de lo que lo haga ninguno, en la que cada cuál solamente se gobierne a sí mismo.

Ahora bien, todo eso no era más que la punta de un iceberg discursivo, poco sistemático pero de talante libertario, que se manifiesta, por ejemplo, en la escasa estima que sentía hacia la prensa («No leáis el Times, leed el Eternities»), hacia las instituciones burocráticas (obstáculos externos, «voluntades de los muertos», que, como las nueces hueras, «sólo sirven para pincharse los dedos»), hacia los reformadores (quienes «te rozan continuamente con las mejillas grasientas de su amabilidad») o hacia las maneras normales de hacer y entender la política («son infrahumanas», «¡benditos los jóvenes porque nunca leen los mensajes del Presidente!»). De hecho, como se ha apuntado en ocasiones[3], su respuesta «política» fue fundamentalmente antipolítica, más interesada en abolir viejas instituciones que en establecer alguna nueva, más preocupada por el individuo que por los grupos, por los principios que por los compromisos, por la virtud que por los votos, consciente de que la libertad no consiste tanto en tener un gobernante justo como en no tener ninguno.

A ese respecto, es preciso advertir, de acuerdo con James Mackaye, que Thoreau no sólo enfatizó «la libertad del individuo respecto a la coerción originada en la voluntad de otros individuos», como ocurre con la esclavitud o la que procede del despotismo de Estado, o la encarnada en muchas instituciones y costumbres de la sociedad, sino que, como resultado de su convicción en las virtudes de un modo de vida más simple, que armonizara mejor con el gran pulso de la naturaleza, abogó también por «la libertad respecto a la coerción originada por nuestras propias necesidades»[4], por las servidumbres de nuestra inmediata comodidad material. Lo que, dada su opinión de que nada empobrece más que la riqueza, que somos ricos según el número de cosas de las que podamos prescindir, le llevó, un 4 de julio de 1845, a celebrar su propia independencia espiritual yéndose a vivir a una cabaña autoconstruida a orillas de la laguna de Walden, donde, sin desligarse de amigos ni vecinos, pasó dos años y dos meses con el objeto de «hacer frente sólo a los hechos esenciales de la vida». A la vez que, por aquella misma época, llegó a simpatizar más de lo que normalmente se suele admitir, con el Brook Farm Institute of Agriculture and Education, en Roxbury, un proyecto comunitario inspirado en principios del círculo transcendentalista y que adaptó algunas de las teorías del socialismo utópico de Charles Fourier[5]. En este sentido, para valorar el pensamiento de Thoreau, hemos de tener presente que sus demandas de simplificación y autosuficiencia se originan justamente en medio de una sociedad que dejó de basarse en una agricultura colonial para transformarse en un nuevo orden comercial e industrial acorde con las primeras etapas del capitalismo moderno. Esta fue una abrupta transformación ecosocial que, entre otras consecuencias, trajo consigo la tendencia a favorecer también una enorme libertad individual. Pero, eso sí, una libertad que, al mismo tiempo, quedaba restringida por la búsqueda egoísta de intereses exclusivamente privados, cercenada por un amor desmesurado a la propiedad, al bienestar material y al dinero. Lo cual hizo que Thoreau, en momentos en que las consecuencias de tales hábitos resultaban menos obvias que en la actualidad, rechazara, por un lado, «el sistema industrial porque significaba la explotación de los demás», incluida la naturaleza, y, por otro, negara «el culto al éxito y al credo puritano del trabajo incansable porque significaba la explotación de uno mismo»[6]. En este contexto, precisamente, es donde hay que situar las palabras de Thoreau cuando escribió: «Lo que la mayor parte de mis convecinos consideran bueno, en lo hondo de mi alma yo lo tengo por malo; y si de algo he de arrepentirme puede que sea de mi buen comportamiento».

Es en estas circunstancias, entonces, donde su postura disidente adquiere toda su dimensión. Una postura inconformista que, tras vincularla con la de Ralph Waldo Emerson y Walt Whitman, ha sido llamada individualidad democrática (aunque quizá habría que decir ética o libertaria), y a la que se caracteriza como una individualidad negativa, dispuesta a desafiar las convenciones absurdas y desobedecer las leyes arbitrarias («¿qué supone ser libres respecto al rey George y seguir siendo esclavos del rey Prejuicio?»), positiva, empeñada en un camino de crecimiento intelectual, de experimentación personal, de autodesarrollo interior («hazte experto en cosmografía propia»), y transpersonal, solidaria y preocupada por ir más allá de un mezquino egoísmo o una hueca filantropía («si he arrebatado injustamente una tabla a un náufrago, debo devolvérsela aunque yo mismo me ahogue»)[7]. Esto es, una postura que, evidentemente, desea un cambio social y cultural del mundo en que vivimos, pero que exige una reforma moral de nosotros mismos, de nuestro propio yo interior, antes que nada. «El destino de un país —escribió— no depende de cómo se vote en las elecciones, el peor hombre vale tanto como el mejor en este juego; no depende de la papeleta que introduzcas en las urnas de vez en cuando, sino del hombre que echas de tu cuarto a la calle cada mañana».


Al respecto conviene notar que lo peculiar de la reforma que él demanda no gira tanto sobre la tradición del antiguo comunitarismo republicano como sobre el contenido sustantivo de la idea de libertad negativa tan afín a sus contemporáneos. En suma, esa es su queja cuando afirma que «en nuestros días los hombres llevan una gorra de estúpido y la llaman una gorra de libertad», o su lamento tras observar que la mayoría de ellos posponen su vida a algunos negocios triviales mientras «piensan estúpidamente que pueden abusar de ella y malgastarla como les plazca y cuando consigan el paraíso dar la vuelta a una nueva página». Todo lo que tienen es tan sólo lo que han comprado. La disidencia de Thoreau, por ello, no se limita únicamente a no cooperar con un gobierno que perpetúa la esclavitud y declara la guerra a México. Más profundo y de mayor alcance es el rechazo radical a esa cuestionable libertad de vender, comprar y consumir que, bajo el espejismo de la adquisición de riquezas superfluas, corrompe y encadena a los seres humanos a su propia codicia, les transforma en «herramientas de sus herramientas», en esclavos de su ansia compulsiva de fortuna, como los buscadores de oro —«el gran desastre de la humanidad»—, o como quienes especulan mientras pierden en la transacción lo mejor de sus personas. «He aprendido —leemos en Walden— que el comercio maldice todas las cosas que toca; y aunque comerciéis con mensajes del cielo, la maldición de aquél acompañará el negocio». Y es que, añade más adelante, «no hace falta dinero para comprar lo que necesita el alma».

Es aquí, por tanto, en el mismo núcleo de esta sociedad capitalista de mercado, cuyos adelantos «no son sino medios mejores para llegar a un fin que no ha mejorado», aquí, en una sociedad que sólo amontona sucias instituciones y genera necesidades ficticias, empezando por la de consumir, donde se encierra el peligro más grave para una vida auténticamente libre y sencilla, creativa, valiosa e independiente. Es necesario romper el hechizo, «no montamos en tren, éste marcha a nuestra costa». De modo que el progreso técnico no sólo no conduce al progreso moral, sino que muchas veces lo que hace es frenarlo, obstaculizarlo, avanzar en una dirección contraria, hacia una barbarie de nuevo tipo, industrializada, tecnocrática, mecanizada. Por eso, para Thoreau, «los caminos por los que se consigue dinero, casi sin excepción, nos empequeñecen». Y por eso nos propone que, como Ulises atado al mástil, hagamos oídos sordos y miremos con desdén hacia cualquier otra parte. Porque, asegura, «no hay nada, ni tan siquiera el crimen, más opuesto a la poesía, a la filosofía, a la vida misma, que este incesante trabajar», nada más vacío que esta sed insaciable de lujos enervantes, que esta triste obsesión por hacer un buen negocio. Hasta tal punto, por tanto, como podemos comprobar, el individualismo posesivo, que no concibe fin más noble que la acumulación ilimitada de propiedad, se encuentra lejos, muy lejos, de los principios que inspiran al individualismo libertario, deseoso de «extraer su miel de la flor del mundo» y, sobre todo, preocupado por reafirmar la humana dignidad. En cuyo afán, Thoreau sintió la inmensa serenidad de una conciencia limpia entreverada con el feliz orgullo de quienes, como dijera W. B. Yeats, nunca se han dejado atar a ningún dogma ni aprisionar por los dulces reclamos del Estado.


ARCHIPIÉLAGO
Cuadernos de crítica de la cultura
Nº 61 (JULIO 2004).


NOTAS:
  [1] Cf. A. J. Simmons, On the Edge of Anarchy. Locke, Consent, and the Limits of Society, Princenton N.J., Princenton University Press, 1993.
  [2] J. Muguerza —en «La obediencia al Derecho y el imperativo de la disidencia. (Una intrusión en un debate)», Sistema, nº 70, 1986, pp. 27-40— vinculó a Thoreau, tras cuya pista nos puso a muchos, con la desobediencia ética que entre nosotros justificara F. González Vicén. Para quien, como es sabido, «mientras que no hay un fundamento ético para la obediencia al Derecho, sí que hay un fundamento ético absoluto para su desobediencia». Una postura ésta a la que C. Gans —Philosophical Anarchism and Political Disobedience, Cambridge, University Cambridge Press, 1992— ha calificado también, aunque desde una posición contraria, como «anarquismo filosófico».
  [3] Cf. W. Harding y M. Meyer, The New Thoreau Handbook, New York, New York University Press, 1980, pp. 134 y 137.
  [4] Cf. J. Mackaye en la introducción a su selección Thoreau, Philosopher of Freedom: Writings on Liberty, New York, The Vanguard Press, 1930, p. vii-xvi.
  [5] Según L. Newman —en «Thoreau’s Natural Community and Utopian Socialism», American Literature, vol. 75, nº 3, 2003, pp. 515-545— las diferencias de Thoreau con Brook Farm no estaban relacionadas con el proyecto en sí mismo, con el hecho de que fuera comunal, sino con que, poco a poco, parecía estar destinado a convertirse en una empresa como otra cualquiera, dependiente del tipo de esfuerzo que requería capitular, con su sórdido libro de cuentas, ante las demandas irracionales del mercado.
  [6] M. Lerner, «Thoreau: No Hermit» (1939), en S. Paul (ed.), Thoreau. A Collection of Critical Essays, Englewood Cliff, N.J., Prentice-Hall, 1962, pp. 20-21.
  [7] Cf. G. Kateb, «Democratic Individuality and the Claims of Politics», Political Theory, vol. 12, nº 3, 1984, pp. 331-360. En cuanto a poner nombre a la actitud de Thoreau, M. Steger —«Mahatma Gandhi and the Anarchist Legacy of Henry David Thoreau», Southern Humanities Review, vol. 27, nº 3, 1993, pp. 201-215— ha empleado la expresión «anarquismo estoico» para referirse a tres ideales de Thoreau que, en la estela de Zenón de Citio y Crisipo de Soli, influyeron en Gandhi, o reforzaron lo que ya pensaba. A saber, la creencia en que existe una ley superior a las leyes jurídicas, que esta ley superior se manifiesta por sí misma en la conciencia del individuo y eclipsa cualquier forma de organización estatal y, junto con eso, que es necesaria una simplificación de la vida guiada por una decidida resolución de alcanzar la autosuficiencia

domingo, 9 de julio de 2017

Comunicado ante el fallecimiento del trabajador durante el MAD COOL

CNT-Madrid
08 Julio 2017

Desde la Sección Sindical de Artes Escénicas y Cinematográficas y el Sindicato de Artes Gráficas, Comunicación y Espectáculos de la CNT, expresamos nuestra más profunda indignación ante la noticia del fallecimiento en la noche de ayer viernes 7 de Julio de 2017, del bailarín y coreógrafo Pedro Aunión, mientras ejecutaba su espectáculo y el comportamiento inhumano de la organización del festival.

Hay dos aspectos realmente preocupantes en este caso. Por un lado, la falta de seguridad en un tipo de actividades en que el riesgo de caídas graves es muy elevado. No se puede ni debe consentir la falta de seguridad de los y las trabajadoras que realizan su gran labor artística. ¿Qué ha fallado en este caso? ¿Qué medidas de seguridad se habían adoptado? Debe ser una prioridad garantizar que ningún trabajador/-a pueda fallecer por realizar su trabajo. Se nos vienen a la mente las redes que los trapecistas circenses instalaron para su seguridad. ¿Por qué en este tipo de espectáculos no hay medidas similares que puedan evitar un desenlace tan fatal como el ocurrido anoche? De enero a abril de 2017 se han registrado 158.736 accidentes de trabajo, de los cuales 169 han resultado mortales, 496 muertes en 2016, según fuentes del Ministerio de Empleo. Anoche se vivió en directo un ejemplo más de como la falta de previsión puede acarrear graves consecuencias a quien trata con su arte de entretener y deleitar a un público cada vez más exigente.

Por otro lado, nuestra mayor repulsa ante la decisión de la organización del festival de seguir como si nada. No solo estamos ante una falta del más mínimo respeto, sino también ante una total deshumanización que no puede, ni debe, arraigar en los festivales. Se supone que son eventos para la unión de sensibilidades y compartir experiencias culturales que unan y aporten crecimiento en lo personal, además de una vía de escape del estrés de una sociedad que nos exprime constantemente. Nos parece inconcebible que, ante la gravedad de lo acontecido, proyectado en pantalla gigante al público del festival, no se haya suspendido inmediatamente. Mirar para otro lado y esconder lo ocurrido bajo la alfombra, representa lo más cruel, incivilizado y alienante que esta sociedad puede albergar.

No podemos terminar este escrito sin mostrar nuestro cariño y apoyo a la familia y amigos de Pedro.

¡Qué la tierra te sea leve, compañero!

miércoles, 5 de julio de 2017

Wilhelm Schwerzmann: una vida y obra marcadas por el pensamiento libre

Wilhelm Schwerzmann y su relieve
del rostro de Gustav Landauer.

Por VERONICA PROVENZALE

Wilhelm Schwerzmann (1877-1966) fue un escultor prolífico que, en fecha no determinada, realizó un relieve escultórico del anarquista Gustav Landauer; una obra que, por decisión de sus herederos, ha sido donada al círculo libertario Carlo Vanza de Bellinzona (Suiza).

En 2014 se dedicó a Schwerzmann una exposición retrospectiva en el Centro Cultural y Museo Elisarion de Minusio (Suiza), y esta fue la ocasión de redescubrir a un artista que había vivido y trabajado durante decenios en esa ciudad: una presencia discreta, pero que ha marcado sin duda el territorio de Minusio, dejando obras importantes como las fuentes del Borriquito o del Pescador, la bella puerta de madera de la Escuela Municipal o el escudo del Ayuntamiento, con el león rampante y la espada. Obras conocidas por todos, pero de las que el autor era casi desconocido, como suele suceder con estas personalidades artísticas consideradas menores.

Se trata por ello de un artista que con su trabajo ha marcado el territorio, por ser de origen helvético: Schwerzmann es originario de Zugo y su padre era zapatero en Entlebuch, donde se crio con severas condiciones de estrechez económica. La familia era católica y él asistió a la escuela religiosa, pero inspirado desde niño por la creación libre, no se adapta a las rígidas reglas de sus enseñantes y muy pronto desarrolla una clara antipatía por el clero en general, que le acompañará toda su vida. Las dotes artísticas del joven son reconocidas y Schwerzmann puede emprender un aprendizaje artístico en Lucerna; después, a partir de 1892, asistirá a la Escuela de Bellas Artes, primero en Lucerna y después en Basilea. En 1894 se interrumpen sus estudios porque es expulsado por protestar contra los métodos de enseñanza de la dirección, y aquí ya nos podemos hacer una idea de la personalidad del artista, ya que el episodio, de por sí insignificante, demuestra que el escultor, desde bien joven, no se privaba de erigirse a favor de lo que consideraba más justo, incluso oponiéndose a la superioridad y sufriendo en primera persona el precio de su comportamiento.

Esta característica define en realidad toda la trayectoria y personalidad de Schwerzmann, marcada por el libre pensamiento, la autonomía de elegir y la aversión hacia la autoridad (tanto si se trata de la autoridad académica como política, tiránica o clerical).

Enseguida Schwerzmann se traslada a Múnich, donde asiste a la Academia de Bellas Artes, y termina de formarse en Zollikon. En torno a 1909 se establece en Zúrich y abre su propio taller y tienda, con un éxito inmediato: en esos años, Zúrich es una ciudad en expansión y se erigen edificios y sedes importantes que requieren trabajos de decoración escultórica, en los que él participa también con varias realizaciones en las fachadas de los edificios (por ejemplo, en la casa Grieder).

El duro trabajo al que se somete el escultor durante años acaba por llevarle a la extenuación y le provoca una enfermedad pulmonar; para restablecerse decide trasladarse al sur de los Alpes. El lugar escogido es Minusio, donde se instala junto a la familia: un traslado que se convierte en permanente, ya que el escultor acaba por liquidar la casa y el taller de Zúrich y desde 1915 se establece definitivamente en Minusio. Allí vivirá hasta el fin de sus días, trabajando con regularidad en el Tesino pero también en el resto de Suiza, donde es muy conocido por las fuentes, especialmente en Davos, donde fue particularmente activo (por ejemplo, la Bubenbrunnen, la Skisturzbrunnen y la fuente frente al Casino). Otros elementos característicos de su producción son las figuras de animales, que estudia y representa con evidente cariño: ovejas, cabras, gallinas, burros, osos, cabras montesas y otros muchos animales pueblan su obra, de la que emerge una profunda unión con el mundo natural. Una vasta producción que se distingue tanto por la variedad de temas como por la multiplicidad de estilos; así, obras de lúcido realismo, como el burrito flacucho por la fatiga cotidiana y los hombres inclinados bajo el peso de los sacos de harina (que Schwerzmann ha visto y estudiado en Minusio, donde precisamente había un molino, y donde se descubre su interés por la condición humana), hacen de contrapunto a las formas idealizadas de los desnudos femeninos y a veces de los familiares (la abuela, el padre, el hijo Gulli). Y a estos trabajos responden obras sufridas y acusadoras, que ponen en escena a soldados mutilados, calaveras y esqueletos ensalzadores de la bomba atómica, y otras alegorías bestiales que Schwerzmann —profundamente pacifista— arroja contra la guerra y los dictadores.

Fuente Bubenbrunnen en Davos, Suiza.

Para aclarar ulteriormente la personalidad del artista y llegar al relieve que hace del rostro de Landauer, vale la pena volver al traslado de Schwerzmann y reflexionar sobre el destino que escoge: en el momento en que se da cuenta de que padece una enfermedad pulmonar, opta para curarse por viajar a la zona de Locarno. El clima era más benigno tras el Gottardo, pero verdaderamente lo mejor era el sanatorio que se ubicaba allí, es decir, la Colonia que desde principios de 1900 tenía su sede en el Monte Verità, en Ascona, donde se juntaban decenas de personalidades. Eran de hecho numerosísimos los artistas e intelectuales que a comienzos del siglo XIX pasaban temporadas en la colina de Ascona, y entre ellos también personalidades de tendencia socialista o anarquista, como Erich Mühsam, que llegó en 1904 a Monte Verità y siguió un régimen vegetariano y naturista, trabajando intensamente, tanto que comenzó a escribir un folleto sobre Ascona e incluso pensó en hacerse con un trozo de tierra junto al lago. Como es sabido, ese entusiasmo se evaporó rápidamente y ya al año siguiente Müsham escribe que Ascona no es un lugar idóneo porque «el individualismo y el provincianismo de sus habitantes no constituyen verdaderamente una buena premisa para las exigencias requeridas por el cooperativismo». Ese mismo año, Müsham abandona Ascona. También Gustav Landauer visita Monte Verità en 1908, al igual que Margarethe Faas-Hardegger, en 1907, para reponerse de la fatiga del trabajo, en estrecha relación con Raphael Friedeberg, que a su vez frecuentaba la colonia desde 1904. Tengamos presente a Margarethe Hardegger porque es una de las amistades que Schwerzmann cultivaba en el Tesino.

La colonia de Monte Verità a principios de siglo goza de una enorme fama internacional: damos por descontado que Schwerzmann se acerca a la zona con exacto conocimiento de los lugares, de las condiciones y sobre todo del ambiente cultural que iba a encontrar. Tenemos, por tanto, un enésimo caso de lo que he definido como «la irradiación de Monte Verità»: la colonia y su fama atraen a la región durante años a decenas personalidades con ideales precisos y una cultura específica. El perfil del mismo Schwerzmann —artista, libertario, pacifista, vegetariano, en profunda unión con el mundo animal y con la naturaleza— se alinea perfectamente con el de los habituales del Monte Verità.

Durante toda su vida, Schwerzmann permanecerá fiel a su naturaleza, que abona en la intimidad de su casa en Minusio, junto a un estrecho círculo de amistades. Entre estas hay que destacar a Margarethe Faas-Hardegger, también residente en Minusio, donde creó en 1919 la Villino Graziella, una colonia según sus ideales de la Liga Socialista. Mientras se trabajaba en la creación de la colonia, llegó al Tesino la noticia de la muerte de Landauer, al que Hardegger estaba íntimamente unida: fiel a su recuerdo, decide proseguir su obra y crear una colonia «con el espíritu de Landauer». Las estrechas relaciones entre Hardegger y Landauer, y el recuerdo de este último que fue abonado en Minusio, son sin lugar a dudas nexos que nos permiten entender por qué Schwerzmann retrató a Landauer: el escultor no solo compartía algunos principios de este, o el primero de todos, el pacifismo, sino que también frecuentaba con regularidad a Margarethe Hardegger. En este sentido es interesante señalar también la existencia de un gran relieve en yeso que los herederos consideran un autorretrato, pero que parece más probablemente otro retrato de Gustav Landauer: el artista lo tenía expuesto a la entrada de su taller en Minusio y acogía, significativamente, a todos los visitantes.

Margarethe Hardegger no abandonará ya Minusio, incluso después del fracaso de su colonia, viviendo toda su vida junto a su compañero Hans Brunner, y manteniéndose fiel a sus principios. Por su parte, también Schwerzmann se mantendrá siempre como libertario y contrario a la autoridad, fiel a sus valores y a sus ideas, además de a su naturaleza más íntima. Profundamente pacifista, el escultor se opondrá constantemente y con energía a las injusticias, a los abusos y a la guerra. En una placa que esculpió en 1942, una de las muchas obras que expresan las convicciones de una vida marcada por el pensamiento libre, podemos leer: «Lucha por la justicia y por la libertad».

Nº 347 / junio 2017

sábado, 1 de julio de 2017

¿Es saludable la dieta vegana?


Una dieta vegana, sin alimentos de origen animal, previene la obesidad y la diabetes, pero también expone a sufrir graves carencias


Los Adventistas del Séptimo Día son un grupo religioso cristiano protestante nacido en Estados Unidos en el siglo XIX. La mayoría de sus 15 millones de miembros practican una dieta vegana, libre de alimentos de origen animal. Por eso, ofrecen un excelente campo de estudio sobre las consecuencias para la salud de este régimen alimenticio. El médico Michael J. Orlich y sus colegas de la universidad californiana de Loma Linda reunieron datos de 73.308 hombres y mujeres de este colectivo y concluyeron que estas personas tienden a vivir más, beber menos alcohol, fumar menos y lucir una siluetas más esbeltas. Pero cabe recordar que ese centro educativo pertenece a... la Iglesia adventista.

Investigaciones recientes (sin rastro de adventistas) prueban que la dieta vegana frena la hipertensión, previene la obesidad y la diabetes y reduce la incidencia de ciertos tipos de cáncer, especialmente la del de próstata, que disminuye hasta en un 35 %. Pero un estudio publicado en la revista Journal of Agricultural and Food Chemistry indica que limitar la alimentación a frutas, verduras, cereales, legumbres y frutos secos eleva considerablemente el riesgo de sufrir un déficit de nutrientes esenciales. Principalmente de vitamina B12, hierro, calcio, vitamina D y ácidos grasos omega-3. Estas carencias predisponen a sufrir anemias crónicas, coágulos sanguíneos y aterosclerosis —endurecimiento de las arterias— que pueden desembocar en problemas cardiacos y de otro tipo. Ahora, la decisión acerca de lo que debes comer es tuya.

Elena Sanz